"El hombre sabio no debe abstenerse de participar en el gobierno del Estado, pues es un delito renunciar a ser útil a los necesitados y una cobardía ceder el paso a los indignos" (Epicteto).
Qué bonito se siente desde las palabras cuando dices ¡soy colombiano! Te hincha el corazón, te expande el alma, te conecta con un sentimiento sublime hacia tu país y te sientes por un momento como el héroe de una historia en la que te ves salvando al mundo.
Pero tal aprecio se esfuma, así como las olas del mar revientan contra las rocas, cuando te das de frente con una realidad inmersa en corrupción, violencia, injusticia, desigualdad e indiferencia.
Esa es Colombia, una porción de tierra en la que se encarnó la creencia de que cualquier tipo de ideología te da el derecho a matar, donde la muerte y el dolor se volvió el pan de cada día (hasta volvernos indolentes frente a las penas del otro), donde la cultura traqueta de lo fácil y la opulencia todavía nos abraza, donde las mujeres son violentadas por cuenta de pensamientos posesivos de machos dominantes, donde los niños son sacrificados por actos inhumanos de los adultos, y donde lo público es el escenario perfecto para hacerse rico.
Hemos vivido por años revolcándonos en el mismo lodazal donde estuvieron nuestros ancestros, y aún, a pesar de las lecciones que dejaron décadas de oscuridad, vivimos repitiendo una y otra vez los mismos errores.
Todavía hoy creemos en mesías que transformarán la realidad social y económica del país, mientras abandonamos nuestras responsabilidades y deberes como ciudadanos. Hemos sido cómplices, por permitir que unos pocos nos hayan impuesto una forma de vivir, por pura y física pereza mental de una mayoría llamada a debatir.
Y es justamente cuando veo el nacionalismo que se desborda alrededor de la selección de fútbol y lo comparo con el silencio sepulcral frente al niño salvajemente asesinado o abusado sexualmente, a la mujer que le quitaron la vida porque simplemente decidió terminar una relación de pareja, por las personas que mueren en los servicios de salud por cuenta de falta de insumos por la corrupción, por el robo de recursos públicos de manera ruin y descarada, cuando advierto una repugnancia por la sociedad en la que vivimos.
Quiero un país diferente, deseo ver a niños jugar sin temor a que en algún momento desaparezcan, a los jóvenes construir sus sueños, a líderes comprometidos con la sociedad, ilusiono con políticos interpretando la realidad y colocando su mejor esfuerzo para cambiarla positivamente.
Hoy más que nunca me niego a ser un colombiano de camiseta, asumo mi obligación de aportarle al país y mi compromiso de colocar un grano de arena para edificar esta patria ultrajada y pisoteada por el mal. Me exijo a no creer en mercaderes del caos, avatares de la destrucción, magos de la retórica y fantasmas de la moral y la ética.
Para terminar, me gustaría preguntar si para los próximos años estará dispuesto a seguir siendo un colombiano de camiseta o de aquellos que edificarán el país.