Jamás, nunca, de ningún modo, los ciudadanos del mundo que rechazamos la guerra en todas sus aristas podemos olvidar y aceptar lo que pasó ese 11 de septiembre, que sin duda ha sido uno de los atentados terroristas más terribles, quizás comparables con las bombas atómicas lanzadas a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Ese día fue triste para millones de personas en el mundo. Mi señor padre siempre me cuenta —ya que para esa fecha no había nacido— que la noticia le cayó como un balde agua fría, que sintió impotencia y rabia de ver cómo nos matamos entre humanos y que ese 11-S nunca lo va a olvidar. Ni tampoco el mundo lo olvidará, pienso yo.
Es que lo que le sucedió hace 46 años a Salvador Allende, un 11-S de 1973, fue lo más repugnante y canalla que haya ocurrido en el continente. Augusto Pinochet en complicidad con el presidente Richard Nixon y Henry Kissinger (su siniestro secretario de Estado) orquestaron el golpe de Estado que mató la democracia. Claro, Allende, el primer presidente comunista elegido por el voto popular era incómodo para las políticas económicas del gobierno estadounidense y para una élite que como toda la del continente es servil a los gobiernos gringos.
Aunque Chile dejó atrás esa atroz dictadura que costó muchas víctimas, las cicatrices aún no sanan. Quizás porque muchos poderosos de esa nación admiran a Pinochet y no tienen un ápice de arrepentimiento por lo que sucedió.
Viva Allende, su legado quedó para la posteridad. Viva el pueblo chileno y vivan las víctimas de esa cruel dictadura.