Cada éxito de Dago García es un fracaso para los cineastas colombianos que aspiran a convertirse en autores. Antes de los malditos Paseos, Carros y otros adefesios, películas emblemáticas para la cinematografía nacional como La estrategia del Caracol, La gente de la Universal o La vendedora de rosas eran capaces de llevar más de un millón de personas a las salas de cine. Se contaba con la distribución adecuada y con el apoyo de las programadoras de la televisión. Todo esto fue antes de que Caracol y RCN se convirtieran en los dos monstruos que estabilizaron al público nacional. Todo esto fue antes de que un empresario como Munir Falah, hombre de confianza del Grupo Santo Domingo, convenciera a la opinión pública que el cine no es un arte sino un negocio tan próspero como lo son las cadenas de hamburguesas o el whisky de marca.
Cine Colombia ha dictado sentencia: las únicas películas nacionales que deben tener una distribución adecuada y la propaganda desbordada son las de Dago, el único hombre capaz de meter más de millón y medio de personas en salas, una cifra a la que sólo llegan los Rápidos y Furiosos y las Sombras de Gray, pastiches que están hechos para que los jóvenes sigan sin ningún problema la trama mientras están atentos del Iphone.
Lo que no esperaban los señores de Cine Colombia es que la flamante secuela de El Coco iba a ser un fracaso monumental. No nos pueden meter mentiras: 486 000 personas en más de 100 salas en tres semanas es una cifra raquítica. El Coco, producto de Caracol, le quitó la posibilidad a un Oscar Ruiz Navia, a un Mario Mendoza, a un Iván Gaona o al joven y talentoso Juan Sebastián Mesa de poder tener un chance más en cartelera. Si, loable que Dago a veces decida partir una parte de sus multimillonarias ganancias apoyando proyectos como El abrazo de la Serpiente y en desde esta columna lo felicitamos porque, como el presidente Uribe, sabe explotar muy bien ese tarado que habita en cada uno de los colombianos. Pero la verdad ya nos cansamos de esa ramplonería, de los lugares comunes, de esos chistes repetidos, de que su influencia no sea Mel Brooks, Billy Wilder o Judd Apatow y si el sempiterno Hugo Patiño de Sábados Felices.
El gran Víctor Gaviria tuvo que ver
cómo su última película, “La mujer del animal”,
fue sofocada por una pésima distribución
Mientras todo el apoyo de Cine Colombia se vuelca sobre los bodrios de Dago, el gran Víctor Gaviria tuvo que ver como su última película, La mujer del animal, fue sofocada por una pésima distribución. Confinada en Bogotá en salas para gente bien y culta como las de la Calle 100 y la de la avenida Chile, la película no se pasó en los grandes multicines como el Titán Plaza o Gran Estación. Cuando Víctor Gaviria estrenó Sumas y restas en el 2005 alcanzó a hacer 300 000 espectadores porque tuvo en ese momento el triple de salas. Ahora, bajo el criterio de Cine Colombia, La mujer del animal fue catalogada como de arte y ensayo, le pusieron de entrada la lápida. Apenas alcanzó a hacer 10 000 espectadores. El único consuelo que tiene es la certeza que esta, como todas sus películas, son joyas que perduran en el tiempo.
Es atroz, es un crimen, que el más grande de nuestros cineastas deba participar en el Fondo Nacional de Cinematografía, como un aprendiz más, para poder realizar Desasosiego, su último proyecto. Ahí fue al pitch el lunes pasado, ansioso y con la incertidumbre de saber si su película va a ser financiada o no. Víctor Gaviria no debería hacer fila. A Víctor Gaviria, como a Iván Gaona, Ciro Guerra, Luis Ospina, Óscar Campo o Juan Sebastián Mesa, debería tener asegurada la producción de todos sus proyectos.
Lo acompañé en la Universidad Jorge Tadeo Lozano el pasado lunes. Estrenaba la copia restaurada de la inmortal Vendedora de rosas. Con el corazón palpitante y los ojos encharcados vio que el público, compuesto por jóvenes que no superaban los 25 años, aplaudían de pie una obra que cuando se filmó ellos no habían nacido o eran unos niños. Ojalá Munir Falah y Pía Barragán, los señores de Cine Colombia hubieran estado ahí para que entendieran que acá todavía somos cientos de miles los que queremos ver películas que palpiten, que estén vivas, que revelen un mundo interior.
Ojalá hubieran estado ahí para que entendieran que estamos cansados de las comedias de Dago y las que quieren parecerse a las de Dago. No queremos más Paseos, queremos más Parientes, más La mujer del animal. Lástima que yo tenga que decirlo. Yo que ya no soy crítico de cine. Lástima que Luis Alberto Álvarez se hubiera muerto y hubiera surgido en su lugar comentaristas que se acomodan al criterio de sus dueños, de los que les pagan.
Publicada originalmente el 26 de octubre de 2017