Los gastos de representación de los congresistas en Colombia son el más claro y mal ejemplo de elusión y evasión tributaria que se practica en muchas entidades oficiales y empresas privadas en el país, disfrazando parte del salario de altos funcionarios para disminuir su retención en la fuente y, por ende, su impuesto a la renta.
Ahora, en medio de la pandemia, se alzan voces moralistas para proponer que no se les paguen a los congresistas los gastos de representación, ya que durante ocho meses han sesionado desde sus lugares de origen y vivienda. Pues bien, yo pregunto: a los congresistas que viven en Bogotá y poblaciones cercanas, ¿nunca les han pagado gastos de representación, que equivalen a más del 40% del total que perciben, además de pasajes aéreos, celulares y otras prebendas?
Entonces, señores moralistas, no digan verdades a medias, porque las verdades a medias no son más que mentiras. Es que la corrupción comienza por casa. Un buen comienzo sería llamar las cosas por su nombre y dejar de camuflar el salario bajo la denominación de gastos de representación, para que paguen impuesto de renta como el común de la gente, mientras se tramita una reforma constitucional que, al menos, reduzca el tamaño del Congreso a sus justas proporciones.
Estados Unidos, por ejemplo, con 330 millones de habitantes tiene 535 congresistas, un congresista por cada 617.000 habitantes. Colombia tiene 48 millones de habitantes y 280 congresistas, un congresista por cada 171.000 habitantes, más el séquito de asesores que los rodean. Esta es una desproporción que se debe acabar. Menos congresistas y que paguen los impuestos que les corresponden.