En medio de la avalancha de noticias catastróficas que por estos días sacuden al mundo (¿cuándo no ha sido así?), el terrorismo que repunta en Francia y que promete asolar al continente europeo, el aumento del calentamiento global en el 2014, la bomba de tiempo en que se ha convertido Venezuela, el mal trato a los inmigrantes en Europa y en los Estados Unidos, etc., etc., etc., por estos días apareció en los diarios, ocupando ese segundo plano que caracteriza a las buenas noticias, una que solo cosas positivas puede traerle al país:
Resulta que en Colombia, hay más mujeres que hombres en cargos directivos, dato que según las estadísticas nos sitúa de segundos después de Jamaica, muy por encima de países desarrollados como nuestro coloso del norte, al que siempre volvemos los ojos, y que ocupa el puesto número 15. Entre los últimos en la lista están Bangladesh, Jordania, Argelia, Pakistán y Yemen. De acuerdo con la OIT, faltan unos ochenta años para que la brecha, que todavía es bien ancha, se cierre, y las mujeres puedan trabajar en igualdad de condiciones con el otro género, en busca de un mejor futuro.
Lo importante, claro está, no es que en el país haya más mujeres que hombres en dichos cargos. Las estadísticas son siempre relativas, y además, no se trata de una competencia para ver quién le gana a quien, ni mucho menos de un asunto de revanchismo y vanidad personal, sino de un avance significativo en la educación, en el cambio de mentalidad, en la posición que la mujer ha ido labrándose desde un lugar de relativa sumisión, hasta alcanzar el punto en el que ahora se encuentra.
Y digo relativa sumisión, porque debido a las guerras civiles que durante doscientos años han asolado el país, ha sido corriente que las viudas, las huérfanas, las mujeres sin hombres en sus pueblos, veredas, municipios y ciudades, hayan asumido solas las duras tareas de labrar la tierra, vender los productos, ingeniarse cualquier pequeño negocio, criar los animales y de paso levantar una familia. Mujeres de armas tomar (como nuestras modernas ejecutivas, quienes sin duda han visto allanado el camino al éxito gracias a sus antecesoras), se destacaron también en otros tiempos. Me viene a la memoria doña Enriqueta Vásquez de Ospina, la tercera esposa del presidente Mariano Ospina Rodríguez. Cuando las circunstancias lo exigieron, doña Enriqueta no vaciló en conspirar para sacar a su marido de la cárcel salvándolo de una muerte más que probable, aprendió en Centroamérica los secretos del cultivo del café para luego aplicarlos en sus tierras, impulsó la ganadería, el comercio y la minería. De haber vivido en estos tiempos, doña Enriqueta ocuparía un cargo directivo, tal vez la misma presidencia en alguna conocida multinacional.
El hecho de que las mujeres aporten a la fuerza laboral del país su capacidad para la organización, para desempeñarse en varias actividades a la vez, su intuición, su lealtad y dinamismo, solo puede beneficiar a las empresas en las cuales se desempeñan. Atrás va quedando aquel abominable refrán que proclamaba que la situación ideal de la mujer era la de estar “preñada, descalza y en la cocina”, imagen denigrante de la intolerancia machista, para dar paso a una apertura mental que todavía no se ha asentado del todo. Porque son muchas las instancias en las que las mujeres se ven todavía sometidas a la discriminación, sujetas solo a segundas oportunidades, a que no se les reconozca plenamente el valor de su desempeño laboral.
Hay que tener en cuenta que estas exitosas ejecutivas, y aquellas otras, en cargos menos vistosos pero igualmente dispendiosos en cuanto al tiempo que toman, al nivel de energía que requieren, al compromiso exigido y al continuo reto que demandan, llevan sobre sus hombros, además, las duras tareas de manejar la casa y cuidar de los hijos. Para lograr semejantes hazañas, muchas se apoyan en unas silenciosas aliadas que jamás serán noticia, que no recibirán ningún reconocimiento público, a quienes las más de las veces se las toma por sentado: las abuelas. Aquellas que vemos llevando y recogiendo a los nietos en el colegio, ayudándoles a hacer las tareas, en la antesala al pediatra, en los parques, esperando a que los niños terminen las clases extracurriculares, mientras sus hijas hacen carrera. Es innegable que desde su abnegado anonimato, las abuelas contribuyen al desarrollo de la fuerza laboral del país, permitiendo que sus hijas tengan la tranquilidad mental necesaria durante las horas en las que permanecen alejadas de sus hogares.
Qué tan positivo sea esto para las abuelas, dedicadas y generosas, es algo que todavía no he podido resolver. Por más gratificante que sea ocuparse de los nietos, ellas ya levantaron una familia, están en edad de tomar las cosas con calma, les falta la energía que demandan estas tareas. Me atrevo a pensar que algunas, quizás la mayoría, se sienten agobiadas, aunque su altruismo no les permita reconocerlo. Razón de más para no olvidarlas a la hora de celebrar los avances de la mujer colombiana en el campo laboral.