Señor expresidente:
Por estos días muchos familiares y amigos, y hasta enemigos, andan preocupados por mi vida. Otros han tomado distancia conmigo como si yo sufriera un mal contagioso semejante al ébola o la peste bubónica. Mi enfermedad consiste en una obsesión amorosa por la paz y por el cese de los odios y del círculo vicioso de nuestra violencia bicentenaria. Lo que anhela mi corazón, que es lo mismo que anhelan millones de colombianos de bien, parece una meta imposible; pero a mí me encanta lo imposible, y además, Dios es el mejor aliado cuando se trata de enfrentar imposibles. En este sentido, a pesar de mi fragilidad y pequeñez, me he fortalecido en el espíritu para tener el valor de confrontar a quienes, a mi modo de ver, generan división y no unidad, odio y no compasión, derroche de poder humano y no de sencillez al servicio de los más vulnerables.
La mayoría de los colombianos cuando se dirigen a usted, ya de palabra, acción o pensamiento lo hacen movidos por tres energías: miedo, odio o veneración exagerada. Yo por ninguna de las tres. Y no miento si digo que lo que se me mueve en las entrañas cuando lo pienso o me dirijo a usted es una profunda compasión. Compasión no es lástima. La compasión es un extracto del amor misericordioso. Por ejemplo, hace pocos meses le envié una propuesta espiritual y usted no me la aceptó. Lo hice a través de una de mis columnas y esa en particular fue muy leída en nuestro país. Le dije en esa ocasión que le proponía un encuentro. En ese encuentro usted llevaría la muchedumbre de sus guardaespaldas y yo solamente acudiría con la presencia de Cristo en mi corazón. Le dije también que llevara el dolor por el asesinato de su padre, que yo llevaría el dolor de seis familiares cercanos asesinados en esta guerra absurda, y particularmente llevaría el dolor de mi madre que agonizó llorando a sus dos hijos y a su yerno que era un hijo más. Esa vez tenía que decirle algo al oído, algo de su exclusivo interés, un mensaje, así se rían los incrédulos, no surgido de mi corazón, sino del corazón del Maestro. Aún está a tiempo de escuchar ese mensaje, como aún está a tiempo de aceptar mi reto espiritual. También le envié una carta al presidente Iván Duque, carta también muy leída por los colombianos; pero tampoco hubo una respuesta. Todo parece indicar que la constante del gobierno actual es no escuchar el clamor del pueblo colombiano que desea la paz.
Todos los días escucho dos versiones extremas de usted. Por una parte, que es un genocida, un paramilitar, el diablo encarnado. Por otra, que es un salvador, un santo, el personaje más grandioso de nuestra historia. Jamás he afirmado lo primero, ni comparto lo segundo. Cuando escribo soy respetuoso, y no acudo a la calumnia ni a la injuria, y no me meto en asuntos que no me constan y que sólo le competen a la justicia. Juzgar no me corresponde. Tampoco me he referido a usted en términos insultantes, si bien reconozco que cuando acudo a la pluma uso la ironía, la irreverencia, la sátira: recursos literarios y no delitos. De mí dicen que asumo muchos riesgos, que estoy tentando al diablo, que juego con fuego al dirigirme a usted. Y para la muestra, algunos de sus seguidores andan odiándome porque recientemente publiqué una columna titulada El día que Álvaro Uribe muera. Usted es inteligente, señor expresidente, y sabe que ese texto iba dirigido al centro de su ego, y todos los egos sin escapatoria seremos confrontados alguna vez ante el tribunal divino de la luz y la verdad. No me estoy retractando de lo escrito, ni más faltaba, yo pienso muy bien antes de acudir a la pluma y lo escrito, escrito está.
Si Colombia fuera sensata y madura no se atrevería a insinuar que todo partidario de la izquierda es un bandido o que todo simpatizante de la derecha es un paramilitar. Cuando rompamos con esos paradigmas del lenguaje violento daremos un gran paso hacia el perdón y la reconciliación. A propósito de todo esto, yo frecuento las praderas de la serenidad del Buen Jesús, y no degusto la hierba amarga del miedo. Además, los muertos no le temen a la muerte, y es que este país me mató varias veces, y dispense que lo remita, señor expresidente, a mi historia conmovedora, y la cual conoce gran parte del pueblo colombiano, pues la expuse a través de la televisión en el programa Congreso y sociedad del Senado de la República, y en un artículo pacifista titulado Yo también salgo del clóset, una salida en aras de la catarsis y de un dolor atragantado en mis entrañas durante tres décadas.
Este que se dirige a usted, señor Uribe, es un demócrata, un seguidor de Cristo, una exvíctima del conflicto armado en Colombia, un hombre de las letras y la academia, un buen ciudadano. No soy pues ni un bandido ni un terrorista ni un revolucionario ni un comunista ni un correveidile del marxismo-leninismo; por el contrario, voy en contravía de esas ideologías y soy defensor a ultranza de la democracia, que como decía el estadista Winston Churchill no será el mejor sistema político, pero sí el menos malo de todos los sistemas. Sin embargo, hoy por hoy algunos de sus seguidores, los peligrosamente no tan moderados y amigos de actos violentos afirman que el que no está con usted, está contra usted. Que todo el que critique su ideología o la confronte per se es un guerrillero, un terrorista, un comunista. Si esa es la actitud de los beligerantes entonces los santistas, los petristas, los seguidores de la Alianza Verde, los defensores de la JEP, los simpatizantes de la democracia, algunos cristianos y católicos distanciados del uribismo, los pacifistas, ecologistas, etc. estarían en riesgo. No puede haber mayor inducción al crimen, a los asesinatos, a las masacres, al odio y a la guerra que esa manera de pensar y de proceder. El conflicto en Colombia está degenerando peligrosamente en retaliaciones hacia los que defendemos el Estado de derecho, la democracia, la JEP y por ende la paz. En este orden de ideas, somos vistos como enemigos y carne de cañón, y punto de mira y señuelo y objetivo militar de los que no respetan la diferencia, de los que coquetean a hurtadillas con el fascismo. Por otra parte, si ustedes los grandes líderes, de este lado y del otro, le enviaran mensajes de sensatez, serenidad y tolerancia a sus partidarios se evitarían centenares, quizás miles, de crímenes.
Termino esta carta aguardando la gentileza de su respuesta y aclarando que la vida o la muerte, la guerra o la paz, realmente no están en sus manos, están en manos del Todopoderoso. Pero respecto a salvar vidas y evitar muertes, usted sí puede hacer, y mucho, sobre todo si se pone la mano en el corazón para recordar quién es, de dónde viene y hacia dónde va. Bendiciones.