Es evidente que este gobierno tiene serios problemas de gobernanza: esa útil cualidad de interacción con actores claves y con sus más acérrimos opositores; dar la espalda a ese mandato altruista, es excluir de los objetivos estratégicos, unir al país; no intentar una coalición política diversa, multipartidista, lo hace ver como un mal lector de la realidad nacional, al punto de caer en picada sobre la ardiente y disruptiva manifestación social, que es tan fuerte en Colombia, como la ya vista en otros países de Latinoamérica.
Desde el principio de su mandato, el presidente se puso a remar contra la corriente; su evidente animadversión frente a los acuerdos de paz con las Farc, -por fidelidad al discurso ideológico de su partido-, exacerbó los ánimos de quienes lo defienden; diversas coaliciones políticas y las más destacadas organizaciones sociales, establecidas en la periferia de la ruralidad nacional, con altas expectativas frente a la paz con las Farc, son hoy los más serios contradictores del gobierno, y pueden ponerlo en jaque.
El ejecutivo ha sido errático por su singular manera de comunicarse con el país; la salida del exministro Guillermo Botero, solo un ejemplo; no se aprendieron las lecciones de los años más críticos del conflicto armado, cuando por la desnaturalización y exacerbación de la violencia, cualquier duda, obligaba a las tesis: “será la Fiscalía la que se pronuncie, esperemos los resultados de las investigaciones, los jueces dictan la última palabra, esperemos el dictamen pericial”.
Los colombianos ya no dan espera a nada; tienen el privilegio de conocer en el término de la instancia cualquier información directa, o filtrada; interpretan como verdad cierta cualquier información, más cuando perciben la menor evidencia; la verdad humana es más veloz que la verdad jurídica, y por tanto no se puede ocultar; y no debe producir temor, cuando las actuaciones de las instituciones son legítimas y apegadas a la ley. Por dilatar verdades, se pierde legitimidad, y aumenta la desconfianza entre la gente.
Se espera que el nuevo ministro de defensa nacional, Carlos Holmes Trujillo, recupere la confianza de medio país, y que disipe tanta niebla e incertidumbre.
Pero no es solo la falta de asertividad para comunicarse con el país, lo que hace ver mal al gobierno; es la mezcla de una peligrosa combinación de odio, la acumulación de sentimientos de venganza por falta de justicia, el prejuicio, la malicia, la desconfianza de nuestras sociedades; más la impopularidad, a la que hay que sumarle, la alta tensión social de los últimos meses.
Esa feroz mezcla de realidades y sentimientos, es una bomba de tiempo que el presidente Iván Duque debe desactivar; podría estallarle en su cara, incendiando el país, si no da un timonazo al rumbo.
La oposición más acérrima, además de enfrentarlo, desea dos cosas: que al gobierno le vaya mal, para sumar réditos políticos, y los más radicales de los acérrimos, quieren tras las rejas, vestido con rayas blancas y negras, al mentor del presidente.
Entre los mezquinos deseos de la política, surgen grupos fundamentalistas que consideran a la fuerza pública como su enemigo; encapsulados desde algunas universidades del país, han demostrado capacidades de confrontar, con despliegues, técnicas de movimiento, inteligencia urbana, acciones violentas dentro de las manifestaciones, uso de material explosivo y lo que los mismos grupos denominan: armamento popular. También se observa la persistencia de grupos extremistas radicales de derecha, al asecho entre las sombras, donde la justicia no ha podido llegar.
Este ambiente caldeado, tendrá uno de sus máximos picos, el próximo jueves en todas las ciudades del país; quienes respaldamos las instituciones, deseamos que pueda sortearse con decisiones de fondo, y que se haga, lo que no se ha hecho hasta ahora.
Al presidente le van a dar de su propia medicina, la que recetaba siendo senador; en esta ocasión la exigencia será mayor: el movimiento social, popular, campesino, estudiantil, sindical, obrero, indígena, étnico..., agrupado en cientos de organizaciones a lo largo y ancho del país, estará en las calles gritando con vehemencia: más fondos para la JEP, cabal cumplimiento de los acuerdos de paz, curules para las víctimas..., detenga el asesinato de líderes indígenas, defensores de derechos humanos, campesinos, excombatientes; desmonte el paramilitarismo..., y un largo etcétera...
La legión de odiadores, que quiere ver sepultado a este gobierno, le seguirá endilgando cualquier asesinato; no vale esgrimir que las economías ilícitas son las que mantienen activas el medio centenar de grupos armados ilegales organizados, que tienen en jaque los territorios más vulnerables. No hay justificaciones, en medio de tanta hilaridad e indignación. No le creen, ni le van a creer nada, pese al esfuerzo que haga.
Entre la empatía, la enemistad, el prejuicio y la exigencia del país, se deben resolver los problemas históricos irresueltos, y por estar casi contra las cuerdas, no hay varita mágica que por ahora pueda disolver la larga lista de asuntos pendientes. Sin acuerdos políticos multipartidistas, y sin acuerdos sociales en los territorios, este gobierno seguirá luciendo sin estrategia, sin asesores, sin carta de navegación, sin radar, sin sonar, sin ecosonda; y por tanto se puede encallar.
Si el presidente, sigue empecinado en mantener el rumbo que ha fijado, entrará en una perfecta tormenta, de donde difícilmente saldrá; tal temeridad le seguirá erosionando su centro de gravedad: la legitimidad; allí donde concurre la principal fuente del poder moral, ético y físico de la nación.
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