Para quienes tuvieron el privilegio de haber nacido a orillas de alguno de esos ríos que la naturaleza nos regaló, les debe causar sorpresa la noticia que habla de una nueva subienda de peces, como las que con cierta frecuencia se producen por los lados del Bajo Cauca, cuyos afluentes han recibido toda suerte de toneladas de desechos que es un verdadero milagro que todavía sirvan de refugio a especies como el bocachico, el barbudo, el coroncoro, la picúa, la doncella, el blanquillo, el bagre, el moncholo, la dorada, la mayupa, la vizcaína, las mojarras, arencas, sardinas y dentones y otras que por años fueron el menú en las mesas de nuestra región. Solo que a estas alturas, y de acuerdo con un informe de una entidad científica, se dice que en el Bajo Cauca y el nordeste antioqueño, en los ríos Man, Nechí, Anorí, Pocuné, Bagre y Tiguí, la ictofauna ya es escasa, que es una manera elegante para decir: desaparecieron.
De manera que no hay otra forma de recordar aquellos años en donde las llamadas subiendas —y todavía no sé a quién se le ocurrió ponerle el nombre de “fugas” de peces— que añorar cuando íbamos al río, así no fuéramos expertos en esas faenas, para tratar de pescar desde la más pequeña sardina hasta lograr que una dorada o un blanquillo pudiera tragarse el anzuelo y mostrarlo más tarde como el más preciado tesoro.
Incluso, cuentan las historias que hablan de personas que en su afán de multiplicar los peces y los panes, acudían a prácticas tremendistas como era el de utilizar la dinamita como herramienta de pesca, y quienes así lo hicieron, muestran como tal uno de sus miembros amputados; dígase dedos, manos, pies o cualquier otra parte del cuerpo y que hoy los vemos en las calles como el mocho, el tuerto, el cojo, el manco y muchos otros calificativos más. Ah, también hubo algunos que utilizaron el componente tóxico proveniente de una planta llamada barbasco, cuya consecuencia directa era adormecer los reflejos de los peces, haciéndolos subir a la superficie y allí ser “rescatados” por los pescadores.
Por eso, y todavía no sé la razón, el dos de febrero, el día de la virgen de la Candelaria, muchos lo escogieron como el comienzo de la subienda, en especial un compositor chocoano que tiene por qué saberlo, y en vez de irse de pesca, más bien tomó papel y lápiz y nos regaló una bella canción que inmortalizó Gabriel Romero. Se llama de manera muy simple: La subienda.
Un día de estos tendremos la oportunidad de ahondar en la vida del cantante Gabriel Alonso Suárez Romero, el hombre que nació en Sabanagrande Atlántico el 20 de septiembre de 1943, el mismo que desde los diez años se le dio por integrar un conjunto musical con sus compañeritos para imitar a las grandes orquestas y ser integrante de algunas de ellas, sueñó que hizo realidad, al que con toda la razón lo bautizaron como Gabriel el "Rumba" Romero y también le aplicaron el de El Cumbiambero Mayor, el mismo que con su voz inmortalizó canciones como Violencia, La piragua, por apenas mencionar sus primeras incursiones; ah, y La subienda. Así que será otro día el que escribiremos sobre este personaje porque hoy nos montamos en el bus de Senén Eduardo Palacios Córdoba.
La historia dice que lo han conocido siempre como Neguá, por haber nacido en la población chocoana de San Rafael de Neguá, muy cerca de la capital, Quibdó, el 21 de julio de 1951. Desarrolló el arte como un músico autodidacta y desde sus 19 años empezó a componer canciones, y a principios de 1970 creó su primera agrupación a la que llamó Neguá y su Gente y otra que fue conocida como La Negramenta. Su canción bandera, La subienda, la compuso hace 43 años, en el mes de febrero de 1980 y al poco tiempo se la entregó a Gabriel Romero en los propios estudios de Discos Fuentes, en la ciudad de Medellín. También coincidió con los buenos tiempos en los que mandaba la parada la orquesta de Fruko y sus Tesos, la que le grabó su primera composición, el clásico Nadando, en la voz de Joe Arroyo, por allá por el año de 1973. Y con esa pieza despegó la carrera del popular Neguá, quien se convirtió en un verdadero embajador de la cumbia colombiana en diferentes países.
Esto le permitió ir a Europa en donde vivió por temporadas, pero siempre regresó a su pueblo amado, como el siempre decía cuando se refería a su natal Neguá. Fue allá en esas tierras en donde protagonizó una serie de anécdotas que lo pintan de cuerpo entero, es decir, como un personaje excéntrico y desfachatado. Al decir del vocalista Markitos Micolta, paisano de Senén, se trata de “un negro muy especial”. Y va más allá cuando dice: “Al principio yo pensé que era como un loquito, pero cuando ya lo fui conociendo me di cuenta de que era una persona muy importante en la música en Colombia”.
Aparte de ser un eximio compositor, fue además director de orquesta experto en salsa y música tropical, actividades que le permitieron dejar para la posteridad un innumerable catálogo de canciones, que ya se consideran clásicos como Las cabañuelas y Valluna que grabaron Los Latin Brothers; El árbol que me daba sombra, Nadando, con Fruko y sus Tesos: La guagua y El carbonero, clásicos del Combo Candela; Caperuza para Los Pico Pico; El disfraz en interpretación de Los Corraleros de Majagual, y El barbudo junto con Las mujeres de San Juan para la agrupación Afrosound.
Pero sin duda alguna, el éxito más reconocido de Senén Eduardo Palacios Córdoba es La subienda, una cumbia convertida en clásico por el cantante Gabriel "Rumba" Romero, y que nació de la tristeza de su tío, un humilde pescador chocoano, al ver que solo podía salir a pescar un día al año mientras que el resto de la temporada escaseaba el pescado.
Quienes conocen de cerca la actividad de la pesca, y aquí cabe recordar que El Bagre se caracterizó por años en ser el epicentro de esas tareas, con los Ballesta a la cabeza y otros tantos más que habitaron este caserío a orillas de los ríos Tigüí y Nechí, al extremo de que su nombre como tal se debe a la cantidad de bagres que solían aparearse a la luz del día en la mitad de este cauce, así como por la facilidad con las que eran ubicados en las distintas ciénagas y brazos de los ríos. Y fue cuando el tema se convirtió en una especie de himno en las zonas ribereñas que aguardan esperanzados la época de la subienda y por eso su comienzo dice así:
Bajo la lluvia inclemente / de una noche sin luceros / va un pescador que no siente / porque es más grande su anhelo / Amanecé con pescao / para vendé en el mercao / Mañana es la Candelaria, mañana es dos de febrero / La virgen manda en el cielo y en el rio el venidero / Llegó el maná ribereño / el que consuma mi sueño. Incluso fue el propio Gabriel Romero el que popularizó la cumbia “El chinchorro”, de autoría del mismo Palacios Córdoba, lo cual habla de lo enterado que estaba sobre ese tema. Lo anterior queda bien claro en la otra estrofa que dice: No le temo a noche oscura / que llueva o relampaguee / mi lucero son los peces / que en mis redes pataleen / Cuando pase la subienda / me queda plata pa´tienda / con el pescao que venda / cuando pase la subienda.
El autor es conciente de que la vida del pescador va atada, como los huevos de iguana uno detrás del otro, a la de su producto, es decir, lo que caiga en la atarraya y por eso lo trata de humanizar en la siguiente escena: El bocachico es astuto / como que sabe escribir / el sabe el día que llega / y cuando debe partir / Me pone alegre en enero / me deja triste en abril.
Con ese bagaje musical, con sus 72 años de historias y esa gran herencia que le entregó al folclor colombiano, la misma que cultivan sus hijos Senén junior, un saxofonista muy reconocido, y su hija, la gestora cultural Susana Palacios, pudo tomar la decisión de retirarse a sus cuarteles de invierno, que en este caso es un centro de retiro, alejado de la actividad y con una larga estela de nombres de orquestas que fundó desde principios de la década de los años 70, como Neguá y su Gente, Neguá y su Combo, Senén y su Negramenta, La Sonora Maravilla, Los Cadetes y La Sonora Castellana, entre otras.
Lego, por no decir, ignorante de todo lo que tiene que ver con las faenas de la pesca, apenas recuerdo que cuando íbamos en ese son, lo mío era tratar de encontrar la piedra más plana que pudiera hallar en la orilla, lanzarla a las aguas todavía cristalinas del Nechí, con la esperanza de que no se hundiera en el primer choque, porque algún iluso me había hecho creer que cada golpe que diera sobre el agua antes de irse al fondo, era el mismo número de novias que iba a conseguir. Un día llegué a contar hasta siete brincos antes de que se fuera a las profundidades del lecho y no sé si fue para bien o para mal.