Marsella es un pueblo cafetero del departamento de Risaralda. Un municipio con muchas páginas en la prensa nacional y con infinidad de relatos de distintas tonalidadesa propósito de su historia reciente. Belalcázar, Chinchiná, Santa Rosa de Cabal, La Virginia, Pereira y Dosquebradas son testigos de sus días, de su vida, y de sus acontecimientos cotidianos e intempestivos. Por varias de sus montañas y veredas pasan las corrientes de los ríos Cauca y San Francisco; afluentes que recorren cientos de kilómetros del paisaje colombiano con la fuerza de sus aguas y los restos que va dejando el camino, y la realidad.
En una vereda de Marsella, sin embargo, el Cauca hace una estación y se detiene por partes. En esa estación, por accidente geográfico,descansan sus aguas, y las huellas del recorrido. Es una estación con un nombre común: Beltrán; la misma estación que espera con sus inquilinos de pie –y con una paciencia de muchos días– el regreso de la biblioteca pública, de sus libros, de sus historias, de su bibliotecaria, de sus tabletas, y de su programa institucional “Sembrando Lecturas. La Biblioteca al Campo”.
Nueve kilómetros separan a Beltrán de la cabecera del municipio de Marsella. El viaje comienza en la cima de la cordillera y se extiende por el interior de las montañasa bordo de un viejo Jeep Willys que avanza entre las piedras de la carretera, las ramas de la vegetación y los huecos del suelo destapado y polvoriento. Los arboles de café, las matas de plátano, los pastos para el engorde de ganado, los caminos de barro y los sonidos vivos de la fauna silvestre decoran el paisaje que conduce a las orillas del Río Cauca, directamente al corazón de Beltrán. Rumbo abajo, abundan los resaltos, las miradas al cielo y los recuerdos matizados de estas tierras de tono colombiano.
Beltrán tiene sus inicios en la década de 1930 cuando construyeron la estación del tren de la línea que viajaba de Bolombolo a Cartago, y viceversa, y que unía el Ferrocarril de Antioquia con el Ferrocarril del Pacífico. Por las humildes tierras de Beltrán, paradójicamente, pasaba todo el oro que extraían de las minas del occidente de Caldas y el café de exportación que cosechaban en Chinchiná, Palestina, Marsella, Belalcázar, Belén de Umbría, Anserma, y otros pueblos de la zona. Hoy, pleno siglo XXI, queda apenas el recuerdo de aquellos tiempos de prosperidad representado en los rieles oxidados de una antigua carrilera de locomotora… Un recuerdo de hierro frágil sobre el que reposan muchos de los sueños de quienes habitan en Beltrán y que anhelan ver de nuevo, frente a sus casas de esterilla de guadua y ventanas de madera, la figura imponente de aquellos vagones de otrora.
Ese tren se ha ido –sin vuelta– cargado con las ilusiones de progreso de los hijos de Beltrán; un tren que se ha llevado en su último viaje las esperanzas de una realidad que permanece apacible, quieta, detenida en la inanidad. Ahora, y en medio de las contradicciones, muchas de esas esperanzas recaen sobre los hombros del Río Cauca; la alimentación de las familias, el baño diario,la fertilidad de los suelos y el alivio para el calor,dependen de sus aguas marrones, de su caudal, de los frutos de su cosecha.
El Cauca, en esta zona, corre con relativa velocidad y crea el conocido “Remanso de Beltrán”, que atrapa todo cuanto baja por la margen derecha del río: zapatos, juguetes, botellas, maderas, vestidos, muñecas, huesos. Este humilde remanso es el receptor de múltiples historias del país recreadas por los niños y las niñas de esta zona, y es la inspiración de innumerables crónicas rojas de la prensa nacional, y –por fortuna, también– de un programa admirable de promoción de lectura y escritura concebido por la bibliotecaria Adriana María Grisales Franco, y realizado por la Biblioteca Pública León de Greiff de Marsella.
No es un secreto: Beltrán es una pequeña población del país tristemente célebre por recibir, sin voluntad y durante muchos años, las consecuencias del conflicto armado que se vivía en el Norte del Valle del Cauca. Su nombre se hizo común en los medios de informaciónpor causa de un accidente geográfico que recogía los resultados desgarradores de la guerra. El Remanso de Beltrán –aquella estación del río color marrón– esperaba cada día, y con desconcierto, las malas noticias de la realidad nacional.
A este remanso, a esta playa cuestionada por la realidad social y las angustias de un tiempo pretérito, llegó una “bibliotecaria ejemplo”,reconocida en el país por sus iniciativas culturales y por sus experiencias exitosas al frente de la Biblioteca Pública León de Greiff. Una gestora incansable con una lectura soberana de la gestión social y la extensión bibliotecaria, que comprendió los reclamos silenciosos de los niños y las niñas de la vereda Beltrán, y que entendió las necesidades de aquellos que no habitan tan cerca de la mirada. Adriana supo que muchos habitantes de Marsella, especialmente los más pequeños, nunca tendrían contacto con su biblioteca pública y con los programas que se ejecutaban en su espacio físico, o en la cabecera municipal.
Muchos niños de las veredas de Marsella por los tiempos de desplazamiento, por la falta de recursos económicos para pagar los pasajes de un viaje en Jeep Willys, por los deberes con la tierra y los cultivos, por simple desconocimiento, o porque nunca han salido de sus vecindarios, no sabían de la existencia de su biblioteca pública. Adriana, al observar que algunos niños de los campos de su localidad visitan la Biblioteca León de Greifflos días sábados –es decir, el día de viajar al pueblo y hacer mercado–, consideró pertinente crear un proyecto de extensión para llevar la biblioteca a las veredas, y sembrar lecturas en otros territorios de su geografía y en las mentas de otros pequeños usuarios. Así nace “Sembrando Lecturas. La Biblioteca al Campo”, un programa para los aplausos y los respetos de todo el sector bibliotecario del país.
En un Yipao, cargado de libros, tabletas, computadores, pendones, dulces, refrigerios, letras, dibujos, cuentos y sueños, Adriana María recorre las veredas de Marsella con el anhelo de cultivar nuevos lectores en todos los rincones de su municipio.
Sin embargo, y aunque viaja por toda la geografía de Marsella, Adriana guarda una especial preferencia por un par de veredas, y un amor profundo por Beltrán, y por sus pequeños amigos de la orilla del Río Cauca: Kelly, José Alex, Yenny, Dayana, Alexander, Wilson, Karen, y muchos otros. Todos ellos son los hijos de sus sueños, y los tenores de sus motivaciones personales: “Esos niños me llenan de orgullo, y me dan fuerzas para cumplir mi labor como bibliotecaria”.
Beltrán está en el corazón de Adriana por todo lo que ella sabe acerca de este remanso, y por todo lo que sus pequeños amigos le cuentan: “A mí no me gusta el río porque trae muchos ahogados”, dice Wilson Andrés, de 11 años. “En el río se han muerto muchas personas adultas, y por eso yo prefiero no ir”, señala Yesica Dayana, una niña de 9 años, que estudia en la Institución Educativa La Palma de Beltrán, y quien, además, considera que Adriana es una de sus mejores amigas: “Ella es muy amable, nos presta sus cosas, y nos trae muchas enseñanzas. Todos los cuentos que Adriana tiene son muy bonitos”. Adriana María, sin duda, es querida con toda la sinceridad del alma por los pequeños inquilinos de la estación de Beltrán.
Y Beltrán está en el corazón de Adriana porque ella ha escuchado, en voces originales y tristes, los relatos de sus pequeños amigos, y porque ella ha construido con los niños de este remanso momentos de lectura y de diálogo para comprender la muerte, descubrir el sentido de la vida, y superar los episodios complejos del tiempo vivido. Con cuentos como “El pato y la muerte” y “Ani y la anciana”, Adriana y sus amigos de Beltrán siembran lecturas y sueños en el campo, y comienzan a borrar aquellas imágenes que no merecen sus pensamientos inocentes.
Cuando la Biblioteca Pública de Marsella regresa a las bancas de guadua ubicadas entre la vieja carrilera del tren y la escuela de Beltrán, los amigos de Adriana se olvidan de sus que haceres y de las horas interminables de impaciencia y espera. Adriana ha vuelto. La biblioteca pública está en el patio de la casa. El recibimiento es multitudinario: casi todos los niños y las niñas del caserío llegan a recibirla. Unos la abrazan, otros le saludan con timidez, algunos hablan en secreto, pero, todos –a su manera– pasan la mirada por la maleta color morado de “Leer es mi cuento” llena de libros y de tabletas. Ahí están las sorpresas, la imaginación, las historias, las fábulas, los personajes, los colores, los juegos,las fantasías de la infancia.
Con la presencia de la Biblioteca Pública León de Greiffen Beltrán “los niños tienen un momento para encontrarse, transformar su realidad y renovar sus sueños”, expresa Adriana María Grisales. “Ese lugar es mágico y encantador. Es un espacio lleno de sonrisas, a pesar de todo. A mí me complacemucho visitar Beltrán”, manifiesta ella con un orgullo particular.
Mientras el programa “Sembrando Lecturas. La Biblioteca al Campo” se encuentra en la estación de Beltrán los niños tienen la fortuna de ingresar en los libros, usar las nuevas tecnologías, dibujar en pixeles, tomar fotos, jugar, escribir sus propios cuentos: “Con la biblioteca pública hemos aprendido a leer el cielo y los árboles, a contar historias, a escribir lo que nos imaginamos, a manejar las tabletas, a buscar imágenes, y a responder por qué se fue el tren”, dice el pequeño Alexander Cuellar Montoya, de seis años de edad.
El anhelo de Adriana con esta iniciativa de extensión bibliotecaria es llevar ideas de futuro a las veredas, compartir momentos de diversión con todos los habitantes de su pueblo, construir paz, promover la equidad, y brindarle a los niños del campo –a los niños del cielo– otras oportunidades y otras visiones del mundo: “Yo quiero que todos ellos puedan volar, y que vean un mañana más allá de la pesca y el cultivo para sobrevivir”.
Y es que después de un viaje a Beltrán, después de estar allí, uno tiene la sensación de haber dejado alguna parte suya en aquel lugar, uno siente el río que susurra en el interior, uno siente las voces y las sonrisas de esos niños que se quedaron en la orilla del Cauca, y que no van a salir... Uno siente una deuda. Uno siente que algo le falta.