En Las Llaves del Periódico —el libro que escribí acompañado por Carlos Mario Correa, esa personalidad silenciosa y discreta, encarnación de lo que es una vida dedicada con pasión, sacrificio y lealtad al periodismo— recreamos su vivencia en El Espectador, durante la época cuando el periódico fue declarado objetivo militar por Pablo Escobar. El joven novato —que en sus tiempos de estudiante y en el diario camino a la universidad de Antioquia, miraba desde la ventanilla del bus el destacado aviso que ostentaba la sede de El Espectador en Medellín— fue llamado a ocupar la vacante de un corresponsal exiliado por amenazas de muerte. En realidad, todo el personal, estaba amenazado y habitaba en las penumbras del miedo desde el asesinato de su director Guillermo Cano.
Carlos Mario recibió el legado de esa intimidación, desde la bomba que esperaban explotara algún día en los espacios que se fueron estrechando como en la Casa Tomada de Cortázar, continuando por las muertes, una tras otra, de sus compañeros de oficina, hasta el revólver que se posó en su sien mientras su cara era aplastada por el tenis nuevo del sicario al que le ordenaron matarlo. A todo eso sobrevivió y persistió, a pesar del peligro, en el ejercicio de la corresponsalía del periódico, cuando ya no había oficina y él, simulando ser contador, cubría la información y los deportes, al tanto que el lugarteniente de Escobar se desesperaba por ubicar y asesinar al periodista anónimo que seguía dándole presencia al Espectador en Medellín y que, por eso de que lo increíble es posible, el uno y el otro coincidían cotidianamente en el ascensor sin reconocerse: ambos tenían su oficina camuflada en el mismo edificio. El periodista y el Espectador sobrevivieron a todos los intentos de aniquilación, y en esa y en otras crisis lograron mantenerse porque su razón de ser y de permanecer estaba en el obrar esencial de lo que es y ha de ser el periodismo.
Emerge aquí la tentación de una comparación y caer en el pecado de hacerla se me antoja inevitable. Las comparaciones generan resistencias, pero no hay que temerles, se hacen necesarias para contemplar lo diferente y la diversidad. Ante la ambigua condición periodística de Vicky Dávila, convoco la silenciosa pasión de Carlos Mario Correa. Ante el naufragio de la revista Semana, rememoro la historia de resurgimientos entre cenizas que le ha tocado foguear al Espectador. El periódico fue herido mortalmente numerosas veces, y sin embargo ahí está, redivivo. Semana simplemente ha muerto. Cavó su propia sepultura y suicidó lo poco que la dignificaba.
Más que una metáfora, El ciudadano Kane es una lección permanente de cómo se derrumban los principios del periodismo, cuando el poder, la manipulación de la opinión, la soberbia, el culto al dinero y la imposición de una sola voz que silencia la voz de las mayorías, se imponen sobre el único universo posible que nutre al periodismo: el de la verdad. La filtración del dominio económico que se hace y sigue haciéndose a través de la adquisición de los medios, ha puesto al periodismo en un borde de espada peligroso que suele cercenar la garganta de la libre expresión.
Eso sucedió en Semana. Sin desconocer su significativa historia, su incidencia en el periodismo y en la investigación, y la confluencia de opiniones que dejaron una huella reconocida y reconocible, las palabras que adobaron la venta al Grupo Gilinski anunciaron, sin decoro alguno, la debacle por venir. El presunto tránsito al dominio digital no era otra cosa que el espejo fragmentado hecho añicos por las decisiones de una trama oculta que logró expulsar a los periodistas más potentes, mientras se desvanecía la estructura editorial y se daba a paso a lo que vemos hoy: un eco panfletario de la información, el revestimiento de un manual de sofismas vendido como investigación y una caza entrampada que capturó la antigua y codiciada presa: la verdad, para silenciarla y darle paso al cazador furtivo, tan vilipendiado por su macabro entramado político en el país y hoy héroe mártir en esa misma revista que tantas veces lo denunció.
En resumen, podemos, sin dificultad, definir el estado actual de Semana por gracia de ese desolado paisaje de isla desierta y por la condición de naufragio en que ha quedado: la enfermedad de la opinión en Semana tiene el nombre de Salud que ostenta una de sus amanuenses y la agonía de lo que fue ahora yace en manos —y tras una meticulosa intervención quirúrgica, tan propia, de estas escenografías del espectáculo en las que la farsa inventa una figura que el circo mismo auto corona como estrella— de una dirección que abraza la recompensa por su papel como comediante en ese escenario que se hunde en la fragilidad de su mentira y de su espejismo periodístico. Actuar, fingir, dejarse llevar por los hilos del titiritero, disfrazarse de periodista, ocultar hechos y tapar los delitos de los poderosos —el encubrimiento a Sanclemente— es todo lo contrario a lo que es el periodismo.
El periodismo es la voz de quienes no tienen voz para hacerse oír, tiene una responsabilidad irrenunciable para denunciar y enfrentar el poder y los abusos del poder, su gran piso es su fundamento ético. No existe, no hay, no podrá nombrarse como periodismo la información, la investigación o la opinión que no estén blindadas por la ética. Ahora que se erige la idolatría a la mentira y a la falsa noticia, el antídoto de la verdad es nuestra necesidad más profunda. El periodismo no es un momento en el tiempo, ni un día, ni una semana, ni un mes, ni uno, ni muchos años. Es la temporalidad de la verdad y es su presencia en épocas, como la actual, en las que el horizonte de la humanidad y de lo humano anhela una luminosidad que desentrañe la confusa oscuridad que se extiende como una doble sombra en nuestro tiempo.