“Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”
(Eduardo Galeano).
“¿Cómo es posible que haya pasado todo esto entre nosotros, hasta hace muy poco,
y que de alguna forma seguimos viviendo como si no fuera con nosotros,
como si no nos tocara, como si no fuéramos una misma familia?”
Francisco de Roux (discurso de entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad).
Seis mil cuatrocientos dos.
6402, un número que ha dado demasiadas vueltas ante nosotros sin concretarse lo suficiente; aunque tenemos los nombres de algunos responsables, unas cuantas certezas, profundas sospechas.
Sí, en estos días ha surgido una luz con la imputación a Mario Montoya el general hematófago; pero incluso si este exalto mando ofreciera la suficiente verdad para llegar a la cabeza del demonio ―visible ya, en realidad―, no bastará ―y no hablo solo por el dolor de las familias, no lo pretendo―, pues sigue siendo todo un país el que ha de agachar la cabeza y reconocer su indiferencia, su negligencia y mezquindad, sobre todo cuando muchos aún siguen fielmente a líderes políticos o gamonales que representan la posibilidad de que la masacre se repita.
Y es el que el 6402 corre el riesgo de convertirse en otro número simplemente “famoso”, sonoro, de esos que alguien juega en un chance porque en principio, represente a muchos santos inocentes; luego olvidará este trágico origen y seguirá apostando por costumbre: sí, vecina, hágame el sesenta y cuatro cero dos con la de siempre.
Así, un día quizá lo escuchemos como mera anécdota ―¿distopía?― y ni siquiera nos escandalice como cantidad, a pesar de nuestra inhumana costumbre al paradigma cuantitativo: si hubieran sido “solo” una docena de víctimas, ¿la noticia tendría el mismo impacto? Ni siquiera es justo intentar la comparación: para cada madre se ha tratado, en esencia, de uno.
Con todo, algunos cuestionan el número, alegan que se trata de una exageración, sin tener en cuenta ―oídos sordos― que podrían comprobarse muchísimos más casos. Entonces, el 6402 puede crecer: podría ser, no sé, 6500, 6450, incluso 6403... ¿esta nueva unidad nos estremecería?
Vale, es la cifra actual la que nos convoca a hacernos preguntas, a detenernos para mirarla más allá de la mera abstracción, de las limitaciones del lenguaje, que solo nos presentan un “dato”, una niebla, una verdad con cierta triste irrealidad: ¿podemos imaginar a esa multitud de víctimas? ¿Imaginar, al menos, quiénes eran? ¿Sentir empatía por la madre que ruega le devuelvan el cadáver de su hijo, poder reconocerlos entre el siniestro montón de huesos? ¿Compartir la indignación por los actos de los verdugos, por sus decisiones? ¿Entender que, tal vez, seguiría pasando si no los descubren?
¿Que sigue pasando, en otros niveles y rincones?
Tal vez ahora sean otros los muertos, tal vez sean “menos” o más difícil de agruparlos, pero somos demasiados los jueces, sobre todo cuando restamos importancia a las víctimas, por ejemplo, si se nos ocurre que eran “solamente, simplemente” campesinos, habitantes de calle, enfermos mentales ―como muchos de nosotros―; o cuando somos, sin reconocerlo ni creerlo posible, promotores de xenofobia, homofobia, aporofobia, en fin; y de alguna estúpida manera terminamos creyéndonos superiores a otros, sobre todo a las minorías, a lo diferentes. ¡Cómo si lo “normal” existiera”! ¡Vaya trampa!
6402.
No me gusta mucho la idea de empatía y solidaridad que parte del “hoy por ti, mañana por mi” o “esto podría pasarme”, pues la siento un tanto egoísta ―valga la discusión―; sin embargo, recuerdo ahora que, hace unos años ―y a veces actualmente― me daba miedo pasar cerca de algún grupo de policías o militares, pues pensaba que podían encontrar cualquier excusa para detenerme y hasta desaparecerme: desde la barba mal arreglada hasta el hecho de mirarles de frente.
6402
¿Seguiremos notando solo lo que pasa a un metro de distancia, a duras penas? Sin tratar de mirar, al menos de imaginar más allá de nuestras creencias, lo que le pasa al vecino, no solo de barrio, sino de país; ver con compasión e interés fraternal a quien, tal vez, nos incomoda: el que marcha y bloquea las vías, los que hacen un plantón por la vida, quienes gritan por oportunidades e igualdad... o las familias de nuestros 6402, aún buscando justicia, un poco de justicia.
Mirar a esos que no miramos mientras estaban aquí, luchando por sus propios derechos y una mejor sociedad: pienso también en el genocidio de la Unión Patriótica, incontables militantes asesinados por el Estado, por una maquinaria temerosa de la esperanza que representaban; sin que falte quien “justifique” la barbarie en nombre de nebulosos ideales de tranquilidad ―de no me afecta mientras no me entere―; así como en el reciente Estallido Social, cuando algunos celebraban no solo la violencia policial sino también a los civiles armados que salían a “cazarnos”.
Luego, solo cuando ya los perdimos, decir “qué vaina” y pasar la página, sin reconocer lo suficiente su legado, sin ese mínimo gesto de justicia.
Sí, no solo quejarse por el trancón o las demoras debido a los paros o protestas, sino preguntar por sus clamores, recordar que ya antes se han conseguido garantías de derechos gracias a las marchas, a los movimientos sociales... ¡al menos no calificarlos de desocupados o, peor aún, delincuentes, solo por influencia de noticieros tendenciosos! O por una cultura de la inconciencia. Empezar a deconstruir el propio criterio para andar menos dormido y manipulable, para contribuir a que haya menos zonas de sombra donde opere la barbarie, sobre todo la institucional y corporativa.
6402
Seis mil cuatrocientos dos. Sí, también en letras y de corrido, para marcar el tamaño del mil y la cercana fragilidad del dos, para que muchos hagamos el ejercicio de recordar e imaginar, de sentir, como en estas líneas, un poco sinuosas, no lo bastante contundentes.