El mito fundacional dice que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional —en adelante BM y FMI, en su orden— fueron ideados con miras a evitar sucesivas reediciones de las situaciones que produjeron la Gran Depresión y el crack de la Bolsa de Nueva York, de 1929, en las que habían prevalecido una escasa intervención estatal en la economía, y rienda suelta al libre juego del mercado. Ambos organismos prestamistas fueron traídos al mundo en la inmediata segunda posguerra, muy aparejados con el Plan Marshall y el programa de reconstrucción de Europa occidental y Japón, el tan mentado Estado de Bienestar, concebidos y monitoreados por Estados Unidos, la gran potencia beneficiada del segundo conflicto global del siglo XX.
El triunfo aliado sobre el nazismo había levantado en hombros norteamericanos la democracia que renacía de las humeantes cenizas del conflicto. Pero a lo tuyo, tú. Estados Unidos se dispuso a hacerlo según los cánones de ese sistema político en arreglo con Europa occidental, no así en los casos de Japón y de lo que dentro de pocos años se llamaría Corea del Sur. Mientras para la primera situación se acordaron las reglas de juego, según la tradición de democracia electoral, de alternancia del gobierno de partido o de coalición de estos, lo que permitió que las políticas públicas derivadas del PM se convirtieran en políticas de estado hasta mediados de los setenta, en el caso de los dos países asiáticos la situación fue distinta.
En las dos variantes norteamericanas prevaleció la visión de enfrentar al modelo soviético. La cercanía de Corea del Sur a China, que en 1949 ya había tomado la vía de la revolución triunfante, y a la URSS, que después de la IIGM partió cobijas con Estados Unidos, pero también a Japón bajo cuyo dominio había estado hasta antes del fin de la IIGM, fue factor que no desestimaron los norteamericanos. Esa premisa estuvo siempre presente en su actuación en el país y el entorno.
Después de la guerra y ya habiendo ocurrido la división del territorio que dio origen a las dos naciones, la sureña en manos norteamericanas y la norteña en soviéticas, Corea del Sur emprendió la tarea de la reconstrucción con sus propios métodos y políticas gubernamentales, a contrapelo en muchas ocasiones de las directrices del Banco Mundial y de su principal mentor Estados Unidos. Lo hizo mediante la dictadura feroz de Syngman Rhee que, quizás estimulando en sus coterráneos el espíritu nacionalista por la ocupación japonesa anterior, para lo cual no desaprovechaba ocasión para recordarla, decidió adelantar una política de sustitución de importaciones—iniciada en los cincuenta— primero, y después una de exportaciones —durante los finales de los sesenta e inicios de los setenta—, de tal suerte que le permitió al país convertirse en una potencia industrial de Asia y del globo, pero lejos del paraíso que las agencias internacionales del capitalismo promocionan y que algunos políticos que se reclaman de la alternatividad desean replicar en Colombia.
La etapa primera de la industrialización (SI) estuvo signada por el énfasis en los sectores agroalimentario y textil, con la caña de azúcar, el arroz y el algodón como protagonistas y objetos de los procesos industrializadores. Con el régimen violento de Chunk Hee, en reemplazo del no menos sanguinario de Rhee, se inició un período que pudiera denominarse de apertura de la industria pesada. Hablamos de los años del fin del decenio de 1960. El acero y bienes de equipamiento (máquinas, turbinas) y la industria petroquímica estuvieron a la vanguardia de esta segunda etapa que daría inicio a la que se conoció como sustitución de exportaciones.
El milagro surcoreano pudo ocurrir merced a factores como estos: una constante oxigenación gubernamental y estatal proveniente de los recursos en capital y técnica, esta última en reemplazo de la salida de los japoneses, girados por Estados Unidos —entre 1945 y 1962, totalizados en tres mil cien millones de dólares—, que no obstante su empeño en pretender dirigir esa economía, prefirió “morder el polvo” en los tiempos primeros de la reconstrucción pensando en objetivos estratégicos de la geopolítica; eso anduvo aparejado con una férrea política proteccionista que benefició a los empresarios nacionales.
Las reformas agrarias no parecen ser acontecimientos exclusivos de las revoluciones en el tercer mundo. Rhee acometió la empresa y expropió a los antiguos terratenientes japoneses sin indemnización, a los nacionales los indemnizó con precios por debajo del mercado coreano, y las tierras las entregó a los campesinos en cantidades no mayores a tres hectáreas cada uno, cuya producción debía ser vendida al Estado con precios que este de modo arbitrario fijaba. La renta que una vez fue a tener al bolsillo de los terratenientes se transformó en impuesto pagado al Estado en el nuevo orden. Los impuestos y las donaciones en capital norteamericanas ayudaron a fortalecer las finanzas públicas en la tarea que se tenía por delante.
Los modernizadores dictadores Rhee (1948-1960) y Chunk Hee (1960-1979), “desafiando” la política de préstamos salvadores del BM a los llamados países en desarrollo(PED), lograron trepar a Surcorea al club de los países industrializados no sin aplicar una despiadada política persecutoria a la oposición, consistente en el encarcelamiento de miles de sus miembros, del asesinato de manifestantes, de la ilegalización de sindicatos y partidos adversos a la dictadura, que repudiaban la brutalidad gubernamental que tuvo siempre el apoyo norteamericano y/o el silencio de las otras potencias capitalistas.
Los trabajadores no recibieron mejor trato gracias a la sobreexplotación de que fueron objeto, lo que los puso en inferioridad de condiciones salariales y prestacionales respecto de los de países industrializados. La alta competitividad alcanzada por Corea del Sur y que tan buenos dividendos produjo a los capitalistas nacionales en el mercado mundial, no hubiera sido posible sin esa sobreexplotación.
Daewoo (quebrada), Kía, Hyundai, LG, Samsung, los famosos chaebol, entre otros, en verdad, conglomerados de diversas actividades económicas que van desde la petroquímica, industria automotriz, farmacéutica, comercio, electrónica, alimentos, seguros, telecomunicaciones, agricultura, hasta la siderurgia, construcción, turismo, industria naval, etcétera, deben su existencia a las políticas económicas de las dictaduras de Rhee y Chunk Park. Puede afirmarse entonces que la burguesía surcoreana es hija del Estado ídem.
La poca y escasa presencia del capital extranjero en Corea del Sur se puede verificar en estas cifras que muestran lo que ocurría en la materia entre 1962 y 1966:
Donaciones de Estados Unidos: 70%
Préstamos: 28%
Inversiones extranjeras: 2%
Desde 1967 la entrada de capitales adoptó la modalidad de empréstitos otorgados por bancos extranjeros, sobre todo japoneses. Y la inversión extranjera se hizo decisiva a fines de los ochenta, con una Corea ya industrializada. Una breve conclusión puede presentarse aquí: no son necesarios los préstamos del BM o FMI para que un país haya alcanzado niveles importantes de industrialización. Y esta otra: la industrialización puede alcanzarse sin que haya existido el menor asomo de democracia, de respeto a las libertades civiles y la guarda de los derechos fundamentales. Desarrollo capitalista y democracia no son sinónimos.
Además de la importancia geoestratégica que Corea del Sur tiene para Estados Unidos, tanto que le facilitó “elegir su destino”, hay quienes opinan que esa concesión obedeció también a la falta de recursos naturales allí pertenecientes al sector extractivo que hubieran hecho de ellos un apetitoso bocado para las multinacionales norteamericanas y que hubieran obligado al gobierno de estas a virar el rumbo.
Ya entrada en la órbita del BM y el FMI, Corea ocupa hoy destacado sitial entre los países deudores de los organismos prestamistas del capital internacional. La información que se desplaza en el ciberespacio dice que a fecha de 2019 cargaba una deuda pública de 621.356 millones de euros, el equivalente al 42.25% del PIB.
Este ejercicio no dejaría de ser un pasatiempo si no nos estuviéramos refiriendo a un caso que el más seguro candidato a la presidencia de Colombia en 2022, por el movimiento Colombia Humana (CH), Gustavo Petro Urrego, ha ofrecido a los colombianos como el modelo digno de imitar.
Dictaduras militares criminales y autoritarias, persecutoras de sindicalistas, estudiantes universitarios, opositores políticos, con una asfixiante omnipresencia estatal en la economía, so pretexto de modernizar el país, como las que condujeron la industrialización ecocida (agroindustria) surcoreana, no pueden ser nunca ofrecidas por un movimiento político que se reclama defensor de los pobres, humildes, asalariados y en general de los sectores populares nacionales.
El debate hay que darlo dentro de los mismos sectores que se llaman defensores de la naturaleza y luchadores contra el cambio climático.
Referencias bibliográficas
Koh, Youngsun y otros, Economía coreana: seis décadas de crecimiento y desarrollo (Cepal).
Toussaint, Eric, Banco Mundial: golpe de estado permanente.