Todos los días se multiplican en el mundo las voces que prenden las alarmas sobre los desastres que se nos avecinan con el cambio climático.
Cada vez con más frecuencia publican libros de autores autorizadísimos exponiendo con más argumentos el tamaño de la amenaza que tenemos en frente. Acaba de salir, por ejemplo, un libro de Bill Gates, Cómo evitar un desastre climático, con el que nos advierte que los sufrimientos que nos acarrearía el calentamiento global llegarían a ser mucho peores que los que actualmente padecemos con el covid-19.
Y pese a las advertencias constantes pareciera que no pasa nada, como si fuéramos incapaces de reaccionar en serio. Pareciera que somos incapaces de pasar de las intenciones a los hechos, de los convenios internacionales a los cambios culturales y económicos que se requieren.
Resulta penoso observar cómo sobresalen dos grandes y preocupantes coincidencias: no hemos podido cumplir las metas propuestas en las cumbres de Kioto y París contra el cambio climático y no hemos podido encontrar el camino para ganar esta batalla de salvación planetaria.
Palabras más, palabras menos: aún no tenemos la propuesta.
Podría decirse que el péndulo de las reflexiones se ha mecido entre la invocación más sentida a la conciencia colectiva para que cambiemos nuestros hábitos contaminantes hasta la convocatoria a innovar, contrarreloj, las nuevas tecnologías que superen las energías fósiles como primeras causantes del efecto invernadero.
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No hemos podido encender los motores emocionales capaces de disponer las fuerzas de la voluntad más allá del confort que caracteriza a las nuevas generaciones
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Sin embargo, no hemos podido lograrlo hasta ahora. Algo falta. No hemos podido encender aquellos motores emocionales que son los capaces de disponer las fuerzas de la voluntad más allá del confort que caracteriza a las nuevas generaciones.
Con algo de intuición histórica, se diría que a los llamados de conciencia y a los desafíos tecnológicos es imprescindible sumarles los estímulos económicos como estrategia.
Mientras contaminar siga siendo más rentable que luchar contra el cambio climático, la batalla seguirá perdida.
En el fondo lo que ha fallado es la creatividad económica y financiera para convertir las causas ambientales en el mejor negocio del mundo.
En esta búsqueda, no me cabe la menor duda, solo una revolución de los mercados financieros nos dará la victoria.
Amanecerá y veremos.