Debo admitir que hoy he llorado. No lo admito como quien cuenta un crimen cometido, tratando de deshacerse de su culpabilidad y volver santurronamente a otear bajo las faldas de la falta cometida. Expreso aquí que he llorado porque este movimiento constrictivo de mi ser es la manifestación de asco y desesperación frente a una realidad soporífera y abominable. Es más bien un suspiro de desaliento que un intento desesperado de hallar un confidente.
Me levanté consumido por la inquietud vehemente de siempre, un sinfín de preguntas que la mayoría de las veces solo da lugar a más preguntas. Quiera la vida —como mencionaba Petrarca— darnos tiempo de responderlas antes de que la muerte nos arrebate la pluma de las manos; con un peso imprecisable en el pecho, indecible marisma de emociones y recuerdos.
Un esputo de sal y agua se anidaba en mi pecho, no podía dormir, no podía respirar, solo llorar. Fue por ello que comprendí el poder cicatricial —así le llamaba Fernando González— que poseía el llanto; su capacidad de curar, de limpiar las costras inmundas que se pegan a nuestros sentidos, que embotan nuestras mejores cualidades y obstruyen nuestra felicidad.
No lloraba por mis ínfimas desgracias; tengo el derecho de hacerlo, como cualquier hombre consiente de sí —sin importar la proporción consiente de su yo—; no puedo juzgarme culpable de desear el mejor y más elevado desenvolvimiento del yo al sopesar las causas y consecuencias de las adversidades que nos acontecen diariamente; no digo que sean más graves o profundas, la intensidad emocional de cada golpe adverso debe medirse solo en relación con el yo que las padece. Pero es necesario, para hacer posible la movilidad ascendente del yo hacía un estadio superior, el reflexionar sobre la totalidad de elementos externos que conforman la realidad —su realidad— y que tienen una incidencia directa en este, lo conforman, lo transforman, lo exaltan.
Yo lloré por la realidad de mi país y la infinidad de desgracias que le ocurren a la gente que vive en él. Y no le ocurren, como con la mayoría de las desgracias, por consecuencia de hechos fortuitos —el azar—, sino por la intromisión directa y efectiva de voluntades dispuestas a este fin: el de la miseria, la injusticia, la degradación social, la corrupción. Me sentí asfixiado por la atmosfera abrasiva en la que solo se respira muerte.
Me sentí profundamente triste por no disponer de los medios para hacer algo, sentí rabia por la manera en que llevan a cabo su urdimbre de mentiras y crímenes, indefenso por no contar con los recursos necesarios para defender a mi familia de las aves de rapiña que plañen sobre los vencidos por la subsistencia animal. Es que los tomadores de decisiones en este país no dejan crecer a la gente, desarrollar su ser, aspirar a algo que no sea mendigar limosnas de los servicios públicos y pedir clemencia por las injusticias que se sufren. Quise escapar de este gigantesco osario que apesta a carroña.
Como yo lloré, muchos han llorado, muchos aún lloran; muchos son los que no han dejado de llorar un solo día, los que se quiebran al avivar el alba su lucero. Colombia fue un valle lágrimas donde solo podíamos llorar. Pero ha pasado ese tiempo, el pueblo ahora tiene conciencia de su dignidad, sabe que este ambiente putrefacto no puede ser el único en el que podamos desenvolvernos. El pueblo ha pasado del llanto a la acción, de las limosnas y el pedir a alzar la voz y poner los codos sobre la mesa. Hemos venido a imponer condiciones no a comer lo que dejan.