Colombia es un país de paisajes maravillosos de todo orden en cuyo territorio la gente hace gala de cordialidad y una amabilidad que deslumbran a muchos extranjeros.
Con esa imagen, a nadie se le ocurriría que aquí, al mismo tiempo, se vivan tantas cosas tremendas atravesadas por la indolencia, el desprecio y el odio.
Aquí el Congreso de la República y el Gobierno de Duque, en plena pandemia, lo han mostrado con creces. Pero también la clase política y la élite empresarial, que ya parecen inmunes a la compasión con las enormes franjas de pobres y vulnerables de la población de la sociedad colombiana, pues pese a haberse disminuido en los últimos veinte años, ha vuelto a incrementarse con la peste del Covid-19.
Ya en días anteriores noticias de agencias con autoridad pública lo mostraban y también que en millares de hogares colombianos se está pasando hambre, y en no pocos de ellos no se comen las tres comidas del día, incluyendo aquellos que pomposamente se clasifican dentro de la clase media colombiana.
Sigue, por otra parte, el conteo de muertes de líderes sociales, o incluso de masacres en algunos lugares, hechos estos últimos que en buena parte habían desaparecido con la firma de los Acuerdos del gobierno de Santos y las Farec-Ep.
Entretanto, no se comprende por qué la clase política que defiende el statu quo supone que pese a los horrores que vivimos, porque las cifras indican crecimiento económico de nuestra sociedad, la gente tiene que darle las gracias y aguantar sin chistar sin que la pueda enviar a jubilarse.
Pero ahora tiene una prueba de fuego: las elecciones de Congreso y Presidencia en marzo y mayo del presente año.
Su estrategia ha sido, como en otras ocasiones, la estrategia del miedo, del odio y el chantaje a la ciudadanía.
Sus figuras políticas más connotadas, no se cansan de repetir una y otra vez, que vamos hacia Venezuela, porque una franja considerable de la sociedad se viene inclinando, por primera vez en la historia de Colombia, por una clara opción de izquierda-centro para el Congreso y la Presidencia.
No cree esa clase política que lo mostrado por el Congreso miserable que se ha exhibido por las pantallas sea una institución tan mala y corrupta como lo atestiguan todas las encuestas y como se escucha corrientemente en el habla de la gente en la cotidianidad.
Creen que era responsable que, mientras buena parte de los colombianos atendían reiniciar sus labores cotidianas de manera directa luego de las restricciones de encierro por efecto de la pandemia, el Congreso podía seguir funcionando desde plataformas digitales.
Y desde luego, supone que eso debe acreditarles para que se los reelija. Ahora, como tantas veces han hecho en años anteriores, muchos quieren seguir allí en cuerpo ajeno, es decir, a través de los cónyuges, los hermanos, los hijos o cualquier otro pariente próximo al que le puedan heredar su capital político.
Como siempre, aquí estamos viendo nuevamente a los delfines políticos que suponen que la sociedad colombiana no ha crecido ni madurado y allí los estamos viendo también tratando de vender su ejemplo de gobierno, de paz y de honestidad, cuando lo que sobresale es la venta que hacen de miedo y lo que llaman la extrema izquierda que, dicen, quiere joder al país, como si ya ellos no lo hubieran jodido desde hace décadas.
El expediente de la violencia política, como método para derrotar a sus adversarios no lo abandonan, solo que ahora lo han delegado a matones a sueldo que se pasean en muchos territorios sin que las fuerzas militares y de policía observen nada y hagan nada.
Han vacunado tanto a la sociedad contra el dolor, que una muerte más en un territorio lejano de las capitales, solo es una cifra más que sólo le duele a sus familiares y a unos pocos de sus comunidades.
Esa clase política que ha defendido el statu quo colombiano, incluyendo incluso algunos que ahora posan de Centro y de Esperanza, sigue creyendo, cuando mucho, que sí, que hay problemas, pero no comprenden que sea para tanta inconformidad y para tanto descontento y revuelta como los que han generado.
Suponen ellos que merecen una vez más seguir en el Congreso y la Presidencia de la República pregonando e impulsando las políticas que han derivado en tantos inconformes, rebeldes y desobedientes.
Todo indica que el último expediente que ha generado esa clase política canalla es la trampa electoral a gran escala, como se ha venido alertando y advirtiendo.
Quizá por eso se percibe en la sociedad que muchos sigan en campaña electoral tan campantes poniendo vallas, distribuyendo volantes, realizando reuniones y giras políticas, como si las encuestas y el pálpito social no indicara que muchos ya están derrotados, que ese mensaje es para ellos.
Por eso son creíbles las voces que vienen alertando y advirtiendo que no es garantía, ni pinta para nada bien, saber que muchas delegaturas de la Registraduría Nacional se les haya entregado a agentes cercanos a políticos tradicionales ya reconocidos, pues es allí que tiene lugar el escrutinio electoral.
Es creíble, como efecto colateral, que estén pagando costosos asesores que incorporen técnicamente opacidad o alteración al software electoral que soportará la contabilidad de los votos, pese a que, para guardar las apariencias, han salido públicamente a decir que están abiertos a que se les esculque.
Creen ellos que en la izquierda todavía siguen apegados a métodos y estrategias electorales que los inhabilitan para acceder a ciertos saberes y experticias con los cuales sus líderes y testigos electorales les permita defender lo que logren en las urnas.
No todo ya está decidido, por supuesto, en las campañas electorales de Congreso y Presidencia de la República.
También es cierto que en la clase política siguen apostando a la conformidad, una práctica ordinaria en el trato social que impide que, aun cuando muchas veces no se esté de acuerdo con ciertas creencias, hace que la gente se inhiba y apueste finalmente por lo que se inclinan los más (Sunstein, 2020).
Pero esta también puede obrar en contra de quienes defienden el statu quo cuando las mayorías ahora están contra él.
En todo caso, es notorio que el establecimiento político colombiano no quiere comprender que estamos ante una sociedad que, si bien sigue apegada a viejos esquemas y prácticas de la política, también es cierto que se encuentra hastiada y fastidiada con la estrategia del miedo, de la violencia y la trampa, sin que haya castigo para quienes la han generado y la siguen defendiendo contra toda evidencia.
Quizá ya la sociedad colombiana, por primera vez en mucho tiempo, podría decirle a la clase política canalla que ha prohijado la indolencia y barbarie que nos cerca, como se dice coloquialmente, que eso ya no va:
¡Sigan vendiéndonos miedo, pero eso ya no va!