Se vale soñar: la propuesta para acabar en el Congreso con tanta viveza

Se vale soñar: la propuesta para acabar en el Congreso con tanta viveza

Aida Merlano, Ernesto Macías, Jonatan Tamayo (manguito) o Laureano Acuña no llegarían jamás a un Congreso así porque solo se podría llegar a él por méritos...

Por: Mario Javier García Márquez
marzo 01, 2022
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Se vale soñar: la propuesta para acabar en el Congreso con tanta viveza
Foto: Leonel Cordero

Nadie en el mundo, por insensato que sea, pondría la salud de su hijo o de su adorada mamá en manos de un charlatán a sabiendas de que lo es; tampoco se subiría en un avión del que se sabe que su capitán compró el título en una academia de aviación corrupta; ningún director de orquesta pondría de primer violinista a un integrante desafinado y sin oído solo porque se lo recomendó un amigo.

Si las cosas son así en miles de actividades de nuestra cotidianidad, ¿por qué no podemos exigirlas de la misma manera con nuestros parlamentarios y dirigentes?

Le diré en dónde está el detalle: en que hemos asumido por siglos, y de manera paradigmática, que la democracia se expresa solo a través de los votos. La democracia es una herramienta útil para que la ciudadanía lleve las riendas de un país; es un instrumento de representación ciudadana en la conducción de un Gobierno.

Pero en Colombia esa herramienta se vende y se compra como si de verduras se tratara en una plaza de mercado.

Quizás la mayor expresión de dignidad de un pueblo es elegir a sus representantes. Es obvio pensar que un pueblo sin dignidad, sin cultura, con hambre, sin oportunidades ve más utilidad en los $40 000 que le dan por su voto que en el valor que representa el hecho de votar libremente.

La virtud de algunos pueblos más adelantados que el nuestro (por lo menos así lo creo, y permítame esa atrevida conjetura) es que les dan valor a virtudes intangibles pero que terminan identificándolos: el honor, el valor de la palabra, la honestidad, la puntualidad, el respeto, etc.

En Colombia muchas de esas virtudes son un saludo a la bandera: existe la palabra, pero no la actitud. Exigimos que los otros sean puntuales, honestos, que cumplan su palabra y sean respetuosos, pero arreglamos el valor de la compraventa de la casa por debajo de la mesa para pagar menos impuestos; compramos sin factura para no pagar el IVA; importamos por el correo de las brujas para saltarnos a la DIAN; sobornamos a los policías de tránsito (y los policías reciben el soborno); llevamos doble contabilidad, etcétera, etcétera.

Y, lo más grave, vendemos el voto. La mayor expresión de dignidad y de libertad de un ciudadano es votar libremente y a consciencia, y eso en Colombia no existe. Yo siento que hay culturas en las que sus ciudadanos no están preparados para elegir libremente, y sus dirigentes no tienen ni la dignidad ni el honor para conducir el país. En ese contexto me permitiré ofrecer una alternativa democrática para un país en donde el valor que pulula es la viveza.

Formación académica obligatoria. Imaginémonos un Congreso en donde sus parlamentarios (todos) provengan de la academia. En donde todos sean doctorados, investigadores y con publicaciones en revistas indexadas; en donde sus hojas de vida y sus títulos sean avalados y certificados por alguna entidad extranjera contratada para ello; en donde las especializaciones, maestrías y doctorados no puedan ser comprados ni falsificados.

Un congreso así debatiría sus sesiones con algo de lo cual el parlamento actual carece: lógica.

Ese nuevo congreso discutiría con argumentos, y expondría tesis completas para demostrar o rebatir una hipótesis.

Y podrían tratarse entre los parlamentarios de “doctor” porque en efecto sí lo serían. Y si los postulados tuvieran que pasar por alguna especie de filtro psicológico-psiquiátrico se podrían descartar perfiles sociopáticos, pueriles, histeriformes, megalomaniacos y con trastornos de la personalidad que no son sanos para ninguna empresa, y mucho menos para la conducción de un país.

Un congreso así podría llegar a ser: honorable. Seguramente favorecería las causas ciudadanas y no las personales; no buscaría el reconocimiento y la fama mezquina y personal, sino el beneficio general de la ciudadanía.

Probablemente favorecería las leyes que mejoren las condiciones del más pobre; el equilibrio social, la protección del medio ambiente, de los páramos y de las fuentes de agua; y rescataría la producción industrial, la investigación y el desarrollo del campo.

Seguramente un congreso así entendería que se deben mejorar las condiciones de nuestros campesinos para que no abandonen el campo y puedan cultivar la tierra bajo un ambiente de desarrollo y dignidad. ¿Cómo lograr algo así?

Suponga usted que se abre una oferta parlamentaria, una convocatoria en donde se exige una cantidad de requisitos que permitiera que solo llegara al congreso gente muy preparada. Gente que ostentara títulos académicos, escritos e investigaciones y hasta una pulcritud prístina en cuanto a antecedentes penales, pagos de impuestos y demás deberes ciudadanos.

La gente se postularía y una corporación externa (norteamericana, europea o japonesa, por decir algo) se encargaría de evaluar las hojas de vida de quienes se postularon para definir a los finalistas. Finalmente, una firma multidisciplinaria de evaluadores, con polígrafo en mano, se encargaría de entrevistarlos y definir quiénes serían nuestros nuevos parlamentarios.

Este proceso tendría la ventaja de que no estaría patrocinado por Odebrecht, ni por Luis Carlos Sarmiento Angulo, ni por el grupo Char o Julio Gerlein.

Los nuevos parlamentarios no estarían endeudados con nadie y podrían legislar libremente. No habría campañas políticas ni deudas qué resolver con contratos amañados. Y, lo mejor, algo así estaría blindado contra la compra de votos.

Ese Congreso sería una expresión de meritocracia. Aida Merlano, Ernesto Macías, Jonatan Tamayo (manguito) o Laureano Acuña no llegarían jamás a un Congreso así porque solo se podría llegar a él por méritos; Jennifer Arias habría sido descalificada por el comité evaluador por plagio; y muchos otros seguramente habrían declinado su aspiración al enterarse de que tendrían que pasar por el polígrafo.

En fin, esa reforma política no tiene sino ventajas. Eso también es representación ciudadana; abre la puerta para que quienes tienen las condiciones necesarias participen; permite que solo gente muy preparada tome las riendas del país, y corta de un tajo todas esas mañas que arropadas por la democracia nos han llevado por el camino actual del desfalco y la corrupción.

Es probable que una propuesta como esta se vea hiperbólica, exagerada, utópica, irrealizable, pero cuando menos podríamos considerar darle la oportunidad a quien tenga méritos y una hoja de vida intachable. Votar por los mismos clientelistas y politiqueros de siempre nos seguirá condenando a la pobreza y al abandono.

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