Ya sin los complejos heredados por la derrota en la Segunda Guerra Mundial, el populismo de derecha encarnado en el partido AFD (Alianza por Alemania) levanta la cabeza como un águila de sable para empezar en serio su carrera al poder. Su programa propone expulsar a los inmigrantes, perseguir el Islam, obstaculizar la familia no tradicional, desvincularse de la Unión Europea, cerrar las fronteras y negar el cambio climático, entre muchos otros postulados.
La derecha radical llega al parlamento alemán inspirada en las ideas que convirtieron a Hitler en canciller, alentada por la xenofobia de Trump, instigada por el Brexit, aplaudida por la Francia de Marine Le Pen, hermanada con la Hungría conservadora de Viktor Orban e incluso cortejada por el ultranacionalismo del gemelo polaco Jaroslaw Kaczyński .
Hasta las elecciones del pasado domingo, la AFD era vista como una fuerza política propia de los seis estados federados que antes hicieron parte de la República Democrática Alemana. Se trata de extensas regiones del oriente que vivieron el desplome de sus economías artificiales tras la caída del Muro de Berlín y quedaron rezagadas del progreso después de la reunificación alemana; pueblos enteros donde los jóvenes emigran rápidamente dejando la economía local en manos de ancianos y desempleados.
Allí donde arde el resentimiento de la desigualdad, donde los puestos de trabajo quedan en manos del más calificado y no del más antiguo del vecindario; allí donde el extranjero emprendedor hace dinero montando tiendas y restaurantes, mientras el oriundo sigue soñando con el empleo fijo que tuvo en una fábrica del gobierno; allí la idea de una Alemania para los alemanes es una consigna en potenciación. Por eso fue allí donde el AFD montó su fortaleza, consiguió representación en los gobiernos locales y sumó votos para llegar el pasado domingo al Parlamento nacional.
Pero esa no fue la sopresa. Para los alemanes del lado occidental, llamados coloquialmente Wessis, votar por el AFD era algo típico de los Ossis, gente del oriente que vivió 40 años tras la cortina de hierro. Sin embargo, esta idea cambió el domingo cuando el mapa electoral presentó en el oeste pequeños puntos azules que corresponden a los nuevos votantes del AFD.
El azul, es el nuevo color del miedo. Miedo al que habla distinto, al que tiene otro credo, al extranjero que se gana un puesto de trabajo, al que consigue plata sin ser alemán. Pero tampoco puede negarse que se trata también de miedo también al terrorismo islámico.
El azul del AFD está visible en Baviera y Baden-Würtemberg, dos poderosos estados federados del católico sur alemán ubicados en una región de frontera. Baviera fue la puerta de entrada por la cual hace dos años entraron muchos de los refugiados del conflicto sirio. Según los cálculos del gobierno, en el año 2015 llegaron a Alemania 800 mil refugiados. Otras estadísticas elevan la cifra a más de un millón. Algunos de los recién llegados siguieron el camino oficial de solicitud de asilo, otros se diseminaron por el país sin documentación.
Muchos bávaros expresaron su temor por esta recepción masiva de refugiados entregando su voto al AFD. Lo mismo ocurrió en Baden-Württemberg, un estado que hace frontera con Francia y que ve a su vecino como epicentro de atentados terroristas originados por el fanatismo islámico.
¿Quién es responsable por la llegada de 94 diputados de ideología ultranacionalista a un parlamento con 709 escaños? ¿Quién es responsable por la visibilidad mediática que ganará la derecha radical ahora que hace parte del Parlamento y tiene derecho a hablar en voz alta?
Los votantes del AFD culpan a los inmigrantes por ocupar un lugar en su tierra, los inmigrantes culpan a los terroristas por inyectar miedo, los terroristas culpan a la democracia por detonar guerras, la democracia culpa a los medios por dejar hablar a los radicales, los medios culpan a sus políticos por no criticar ferozmente a los extremistas y los políticos culpan a Ángela Merkel por haber por haberle abierto de forma desorganizada las puertas a los refugiados para luego cerrarlas de forma abrupta y oportunista al ver que su reelección corría peligro y que el Premio Nobel de Paz quedó finalmente en manos del presidente de un lejano y conflictivo país llamado Colombia.
