¿Se retrocede o se avanza en el 2018?

¿Se retrocede o se avanza en el 2018?

Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus antecedentes en hechos de corrupción y su doble moral, esperan seguir gozando de las mieles del poder

Por: Orlando Ortiz Medina
enero 23, 2018
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¿Se retrocede o se avanza en el 2018?
Foto: El Espectador

Muy cuestionable el balance del año 2017 y mucha la incertidumbre sobre lo que nos espera en materia política para el 2018, año de debate electoral para el Congreso y la presidencia de la República.

Distintos hechos empañaron el primer año de implementación de los acuerdos logrados en La Habana y dejaron en evidencia que, más allá de la confrontación armada, había otro tipo de falencias tanto o más urgentes de resolver y que son muchos y muy fuertes los factores de resistencia que todavía hay que vencer para dejar atrás ese modelo de sociedad todavía sostenido en formas patrimoniales, caudillistas y excluyentes de acceder o mantenerse en el ejercicio del poder.

Quedó claro que en el Congreso sigue dominando una mayoría anclada en el conservadurismo, que insiste en mantener una institucionalidad hace rato caduca y lejos de estar a la medida de ese nuevo amanecer de país en el que anhelamos despertar. Más que el ideario de esa nueva nación que a mediano y largo plazo esperamos ser en la sociedad del posacuerdo, primaron los intereses inmediatos de quienes en las próximas elecciones aspiran a seguir ocupando un espacio de representación y a la que nada le dice el sumidero de descomposición por el que hoy se conduce el llamado recinto de la democracia.

Quienes se opusieron a que se aprobaran la reformas no asumen que la sola finalización de la confrontación armada no resuelve por sí sola las causas que le dieron origen, y que no modificar las condiciones que hicieron del sistema democrático una mera formalidad es dejar abierta la posibilidad que se editen, de hecho ya se está viendo, nuevas formas de violencia, fundadas en el reafincamiento de quienes aspiran a mantener el control de sus feudos políticos, el usufructo de las rentas legales o ilegales en los territorios y la captura del aparato institucional del Estado, como hasta ahora ha venido ocurriendo.

Se hizo caso omiso de que, en paralelo con el proceso de finalización del conflicto con las organizaciones insurgentes, sobre el que también ya se avanza con el ELN, el país necesita fortalecer su democracia habilitando las condiciones para que grupos minoritarios y nuevas fuerzas políticas accedan al debate público; de igual manera, sistemas más abiertos y pluralistas de participación en la contiendas electorales, mecanismos más equitativos y transparentes de financiación de las campañas y un órgano de control electoral asegure independencia e imparcialidad frente a todos los sectores políticos a los que deben su funcionamiento; no hay que olvidar que en la precariedad de las formas de representación e integración al tejido de la democracia se explica en parte el origen y desarrollo del conflicto armado en Colombia.

Ese era justamente el propósito del proyecto de reforma política presentado al Congreso de la República, que al final y como el personaje de Franz Kafka terminó convertido en un horrible insecto, sin forma ni pies ni cabeza; tal así que perdió sentido incluso para el propio gobierno que lo había presentado. Nadie al final daba un peso por el bodrio a que fue reducida la propuesta de articulado, recocinada para ser servida en bandeja y satisfacer la gula de los eternos comensales del Congreso de la República.

El hundimiento del proyecto anegó, entre otras, las posibilidades de que por lo menos se empezara a promover, tanto desde los viejos como de los nuevos partidos y otras formas de representación, la apropiación de la democracia como forma y contenido de una nueva narrativa de la vida y la actividad política.

En esa línea se explica también lo ocurrido con las Circunscripciones Especiales de Paz, aún hoy en el limbo jurídico, que pretenden dar representación a las víctimas de regiones que debido al conflicto no saben todavía lo que es formar parte de un Estado y menos aún de lo que significa haber ejercido sus derechos políticos. Acudir a argumentos maniqueos como que éstas fueron concebidas para beneficiar al nuevo partido político FARC, es desconocer que se trata de un espacio de apertura al país de las lejanías, que avanzado el siglo XXI está hasta ahora en las primeras de cambio para ser integrado a la institucionalidad y al espectro político nacional. Lamentable que la participación de las víctimas, que en sana lógica es parte de su derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantía de no repetición, siga hasta ahora perdida en los intríngulis interpretativos y las leguleyadas de los presidentes de Cámara y Senado.

Entre tanto, mientras un Congreso en contravía decide la suerte de una nación anhelosa de cambio, cerca de 100 líderes sociales fueron asesinados durante el curso del año. Frente a ello, ese mismo ente y el propio gobierno no solo se mostraron indolentes, sino que se han negado a reconocer que se trata de hechos que responden a un propósito deliberado y sistemático, originado en la resistencia de sectores que buscan impedir que se emprenda la transformación de las situaciones en cuya base han estado los factores en que se ha sostenido el conflicto, es decir, la elevada concentración de la propiedad de la tierra, un modelo de explotación de los recursos que sirve en lo fundamental a los intereses de ciertos grupos económicos, y la corrupción fundada en el deseo de permanencia en el poder de algunas élites locales y regionales que actúan en connivencia con mafias instaladas en el modo de funcionamiento de la institucionalidad pública y privada.

Quienes están siendo asesinados son la representación de esa parte del país que en la sociedad del posacuerdo clama todavía por tener espacio propio, porque se garantice la seguridad, se proteja la vida y se deje para su disfrute la riqueza de sus territorios, además de que se cuente por fin con la presencia de un Estado que cumpla con sus deberes y obligaciones de promoción, protección y realización de sus derechos, que hasta ahora no han tenido la oportunidad de conocer.

Para ensombrecer un poco más el escenario en el que toma curso la implementación de los acuerdos, la aprobación de la Justicia Especial para la Paz (JEP), su columna vertebral, pasó raspando y con modificaciones cuestionables tanto en el Congreso como en la revisiones de que ha sido objeto por parte de la Corte Constitucional.

El Congreso introdujo una limitante, prácticamente un veto, para quienes en los últimos cinco años, directamente o a través de terceros, hubieran gestionado o representado intereses en contra del Estado en materia de reclamaciones por violaciones a los derechos humanos, al Derecho Internacional Humanitario, al Derecho Penal Internacional o, en general, en hechos relacionados con el conflicto armado; asimismo, para quien pertenezca o haya pertenecido a organizaciones o entidades que hubieren ejercido tal representación. Es una posición que, además de inconstitucional, refleja el estigma que pesa sobre los defensores de derechos humanos, el temor de algunos agentes del Estado y de terceros que están implicados en la comisión de delitos y el sesgo ideológico que se quiere poner sobre el tribunal que se encargará de juzgarlos.

La Corte Constitucional, por su parte, abrió el camino para que civiles implicados en el conflicto, por ejemplo como financiadores de los grupos armados, o agentes del Estado distintos a los miembros de la fuerza pública dejen a su discrecionalidad si comparecen o no ante la JEP o deciden acogerse a los sistemas ordinarios de juzgamiento. Mal presagio frente a una justicia que hasta ahora se ha caracterizado por su inoperancia, y porque desconoce el objetivo que se busca con el modelo de justicia transicional, cual es el de que todos los actores comprometidos asuman su cuota de responsabilidad, como una forma también de despejar el camino que nos ayude a sanar las heridas, que sí que van ser duras de cicatrizar.

Resta esperar lo que ocurra en las próximas elecciones de Congreso y Presidente de la República, en una campaña que vuelve sobre la polarización que se ha vivido en los últimos debates electorales en torno a una salida negociada o la confrontación militar con las organizaciones guerrilleras, que ahora se relaciona con el futuro que les espera a los acuerdos. Es decir, si a uno y otro llegarán quienes están dispuestos a continuar con su implementación o, por el contrario, quienes buscarán desconocerlos y van a reversar lo poco que hasta ahora se ha logrado avanzar.

La consolidación de la paz o la continuidad de la guerra, convertidos ahora más que nada en factores de manipulación del electorado, vuelven a ser entonces decisorios, especialmente para saber quién llegue a ocupar la silla presidencial. Las volteretas en el Congreso de algunos partidos que formaron parte del gobierno de la Unidad Nacional, particularmente el del exvicepresidente y hoy candidato de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras, son la evidencia de cómo los viejos zorros de la política saben disponer las cargas para que mejor anden sus mulas. No importa el qué dirán. A lo mejor nadie dice nada.

Pero es también una manera de poner un velo sobre uno de los hechos que más debería llamar la atención a los ciudadanos a la hora de elegir, como es el de la corrupción, que tanto eco ha tenido en estos últimos años y en los que están implicados buena parte de los representantes de los partidos cuyos líderes aspiran a la presidencia o a ser elegidos o reelegidos al Senado o la Cámara de Representantes.

De manera que si los electores no reaccionan tendremos nuevamente en el Congreso a personajes como el heredero de Kiko Gómez en La Guajira, los Ñoños, los Musa Besaile, los Zuccardi, los Char, los Gnecco, los Aguilar, etc., corruptos o parapolíticos de diferente cuño partidista, para nombrar solo a algunos de los que quedaron incluidos en las listas de Cambio Radical, el partido de La U, Opción ciudadana o Centro Democrático, que no son más que los nuevos odres a los que han ido a parar los antiguos militantes de los partidos Liberal o Conservador, también contaminados y de los que por ahora no va quedando sino el nombre.

Pero también hay que entender el reflejo de una polarización en la que se sintetizan dos modelos o visiones de país: por un lado, la de un sector retardatario que quiere que el estado de cosas se mantenga, en el que se inscriben los sectores de derecha y extrema derecha y, por otro, la de los sectores de izquierda o progresistas, dispuestos a dejar que se produzcan las transformaciones para que, en todas sus manifestaciones, la democracia y la paz sean el hecho fundante de una nueva versión de país y sociedad.

El hecho novedoso será la participación de la FARC en el debate electoral, que independiente de cuáles sean sus resultados es de todas maneras una señal positiva e inédita en la etapa más reciente de la historia de Colombia; les calla la boca a quienes todavía descreen que son posibles soluciones distintas a las que sólo buscan eternizar la guerra, reafirmando que su desmovilización es un hecho y que está en firme su acogida a los acuerdos y su disposición a seguir en la lucha política, esta vez por la vías legales y constitucionales.

Esperemos a ver si los electores castigan a quienes pese a sus antecedentes en hechos de corrupción, su doble moral y su negativa a dejar que el país avance en la creación de condiciones más dignas para todos los colombianos, esperan seguir gozando de las mieles del poder. Ojalá esta vez le den la oportunidad a fuerzas renovadas, que lleven al país al umbral civilizatorio que corresponde, avanzadas ya casi dos décadas del siglo XXI.

 

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