El 11 de septiembre de 1973, a las 9:10 de la mañana, Salvador Allende se dirigía por última vez al pueblo chileno por Radio Magallanes en un emotivo discurso; en ese momento se producía el golpe de Estado al sueño de la Unidad Popular. “Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron”.
Estas palabras retumban en estos momentos que los procesos populares de izquierda y centro izquierda en América Latina recibieron duros golpes electorales. La derrota de la izquierda en Colombia en las elecciones del 25 de octubre, especialmente la pérdida de Bogotá, que en los últimos 12 años fungió como un bastión progresista en el país; la inesperada derrota del frente para la victoria encabezado por Cristina Kirchner en la Argentina el 22 de noviembre, y el estruendoso y mediático triunfo de la derecha en Venezuela el 6 de diciembre, doblegó, por primera vez y de manera contundente, al chavismo aglutinado en el PSUV. Esto prende las alarmas hacia el creciente avance de sectores de la ultraderecha continental, que en los años 60 y 70 doblegaron América Latina bajo sendas dictaduras militares.
En esas décadas el ascenso del llamado “populismo” organizaría las masas obreras en Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. El triunfo de la revolución Cubana en 1959, marcaría un camino para los pueblos americanos que veían en los acontecimientos de la isla un espejo para derrocar los regímenes impuestos por las clases dominantes agroexportadoras, terratenientes y semi-industriales.
El apoyo de Washington a los golpes de Estado en el Cno Sur, significaron, como lo expresó Perry Anderson en 1987 en una conferencia titulada “Democracia y dictadura en América Latina en la década de los 70, “una contra contrarrevolucionarias preventivas cuya misión primordial fue la de decapitar y eliminar a una izquierda que no se resignaba al modo de producción capitalista, sino que apuntaba directamente a un socialismo que lo trascendía”. Así pues, la implementación del terror conllevaría a la tortura, la desaparición, el exilio y la muerte.
Esta “generación tiroteada” sobreviviría de manera clandestina para encabezar los procesos democráticos de izquierda a finales del siglo XXI. La llegada del comandante Hugo Chávez en Venezuela (1999) visionó un ideario continental hacia un cambio de rumbo. El boom petrolero impulso la difusión y consolidación de los procesos progresistas, ascendiendo en un momento en que los pueblos se movilizaron para derrocar al Ejército como sucedió en Argentina y Bolivia. Este hecho catapultó al poder a Néstor Kirchner y Evo Morales.
El coletazo de estos sucesos se trasladó a Ecuador con el triunfo de Rafael Correa; Lula Da Silva en Brasil; Fernando Lugo en Paraguay y el “Pepe” Mujica en Uruguay.
De nuevo, los pueblos pisoteados por décadas enrolaban las banderas y se hacían partícipes de su propio destino. El arma de la democracia –tan servil y provechosa para las clases dominantes y su status quo –era usada por los pueblos que cansados del hambre, la miseria y la exclusión, vislumbraron la construcción de su propia historia.
El intento del golpe de Estado en Venezuela (2002) y Ecuador (2010); el golpe de Estado a Manuel Selalla en Honduras; la caída de Fernando Lugo en Paraguay, bajo un golpe de Estado parlamentario; comenzaron a desdibujar el mapa político Latinoamericano de unidad, esperanza y paz. Las garras de Washington, en su afán de retomar el control político en la región, ha suscitado la intensa guerra mediática y económica contra estos países.
Para el caso venezolano, el desmedido y criminal contrabando, sumado al acaparamiento de productos de primera necesidad y la inflación; detonaron un contexto convulso que recordó a la Chile de Allende.
Los “golpes suaves”, como se les ha denominado, dieron sus frutos. El triunfo de la derecha en Venezuela, la llegada de la ultraderecha fascista en la Argentina y el intento de juicio político al Dilma Rousseff en Brasil; son una muestra clara del realineamiento de la ultraderecha en América Latina.
Romper con el eje Venezuela – Brasil – Argentina, que en su momento impulsaron Hugo Chávez, Lula Da Silva y Néstor Kirchner es romper los proyectos de unidad que se representan en la UNASUR, la CELAC, el ALBA y MERCOSUR. Por esta razón, no es gratis que el electo presidente de la Argentina enfilara sus discursos agresivos hacia Venezuela y su posible expulsión del Mercosur.
Romper con la unidad significaría regresar al pasado, cuando cada país se enfrentaba solo a las políticas económicas de Estados Unidos y el mundo, que generaron la profunda crisis en la que se sumió el continente.
Ahora bien, los ataques perpetrados contra los procesos progresistas no son una novedad, desde siempre, el poder concentrado se ha encargado de mantener el estatus quo a toda costa.
En Colombia la expresión popular de “mucho cacique y poco indio” retrata el momento que vive la izquierda en el país: más interesada en ejercer “oposición” que en convertirse en un verdadero proyecto político unificado, que aglutine y se convierta en opción de poder.