La opinión pública ha asistido, llena de esperanzas y algo sorprendida después, a un carrusel de acontecimientos, parte de una coyuntura crítica cuya expresión más visible ha sido la realización de un paro nacional, resumen de un catálogo de necesidades, represadas de tiempo atrás.
Así se han sucedido, en tan solo una semana, formidables marchas callejeras e importantes manifestaciones pacíficas; aunque también, bloqueos en vías y carreteras, enfrentamientos y peligrosos excesos de la fuerza pública. No han faltado la vandalización y las prácticas violentas, conductas anómicas, agenciadas por grupos con objetivos difusos; en todo caso, carentes de claridad política.
A tales fenómenos les subyace una inconformidad justificada que recorre y permea el sentimiento de distintas capas de la población, afectadas por los incrementos de la pobreza y el desempleo, algo que ha traído la degradación en las condiciones materiales de existencia en miles de hogares y en por lo menos 2 '600.000 nuevas personas. Además, ha implicado la emergencia de elementos sobrevinientes de frustración e incertidumbre, entre muy amplias franjas de jóvenes, sobre todo, en las grandes capitales y ciudades intermedias.
Son razones que demandan la sensatez en los círculos dirigentes, en cuyos rangos se pone a prueba un sentido de liderazgo acorde con las exigencias históricas del momento. Para empezar, sus representantes deben abrir el terreno propiciatorio de los acuerdos nacionales, incluyentes y no excluyentes, razonables y no prejuiciosos, a fin de encontrar las soluciones, para no solo preservar sino elevar el flujo de ayudas solidarias; al tiempo que le imprimen un empuje sostenido a la reactivación económica. Esta última y los subsidios se mezclan en una sola línea de decisiones.
Es un asunto que amerita medidas desde el lado de la oferta, con subsidios a las pequeñas y medianas empresas. Y, así mismo, estímulos desde el campo de la demanda agregada, con ingresos adicionales para los sectores populares, operación esta que conduce claramente a la idea de una renta básica, la cual tiene fundamentos morales, económicos y sociales. Reactivación y solidaridad son planes que en conjunto requieren de más de siete billones de pesos anuales, los que se vierten sobre todo en programas como el Ingreso Solidario, el Apoyo al Empleo Formal (Paef) y el de Familias en Acción, sin contar aún con los faltantes, necesarios para que una renta mínima cubra a 10’000.000 de habitantes.
Simultáneamente, tales políticas coyunturales deben articularse con un reequilibrio más profundo y duradero, a través de una redistribución, con la que se afirme una ruta de justicia social creciente. Todo ello, en un país en el que los niveles de desigualdad han persistido aún en tiempos de reformas tributarias, destinadas a promover el gasto público y que sin embargo no modifican las enormes brechas sociales.
Es la hora de los acuerdos nacionales para las soluciones, tanto urgentes como profundas, en el orden de lo social. Ese orden en el que se define el sistema de los ingresos reales en el conjunto de la población.
Se impone el deber para todos, pero particularmente para el Estado, del control a las violencias provenientes de cualquier orilla. Aisladas ellas, la dinámica social recupera el vigor de la movilización masiva, contexto este que no impide el diálogo, antes bien lo supone: un diálogo del que se deriva la construcción de escenarios para acercar posiciones, en principio, distanciadas las unas de las otras. Mientras tanto, todos los convocados, gobernantes y representantes políticos, dirigentes sociales y sindicales, también miembros significativos de la sociedad civil, allanan el camino para una concertación que asegure las decisiones de gobernabilidad, favorables a la reactivación, a la redistribución y a la solidaridad.