A un lector empedernido y noctámbulo como yo, el silencio y la soledad de la medianoche le resultan, sencillamente, algo cautivador. Es el momento de la creatividad, de ir más allá de lo tangible, de pensar que hay otros mundos y otras formas de pensar y de ver la vida.
Pero, generalmente, esa quietud se ve interrumpida por el sonido del radioteléfono que, a esas horas, aún cuando esté muy bajo, resulta ensordecedor. Es el guarda de seguridad de la unidad residencial donde vivo. Está haciendo sus rondas habituales. Los ojos abiertos como los de una lechuza. Cumple un turno que no debe ser nada apasionante, sino agotador.
Me asomo por la ventana. Tiene un termo con café tinto. Me hace señas. “¿Le provoca?”. Claro que sí. No lo pienso dos veces. Bajo al primer piso, todavía con el libro abierto en aquella escena que no puedo perderme, porque de verdad me daría insomnio.
“Para este frío, un tinto viene bien”, dice al extenderme un vaso medio lleno. “Sí, octubre es un mes de frío. Y sin duda para ustedes el clima es más riguroso, dando vueltas por toda la unidad”. Esas breves palabras constituyeron el catalizador para que Rodrigo González me contara su historia, que es común para la mayoría de los guardas de seguridad en Colombia.
Él se gana $1.100.000. Desconozco si a usted la cifra le parece irrelevante, pero desde mi perspectiva es una miseria. De ahí tiene que sacar recursos para pagar el alquiler, los servicios básicos, la alimentación, el transporte y la colegiatura de sus dos hijos.
“La plata no alcanza. Mi esposa trabaja tres días en casas de familia haciendo aseo y planchando ropa. Y aun así, no me puedo dar lujos, como el de salir con ellos ni siquiera al parque a comernos un helado.” Su realidad la misma entre quienes prestan el servicio de vigilancia.
Por cada cuatro jornadas de doce horas diurnas, trabaja dos jornadas —igual de doce horas— en la noche. “Con estos horarios, no hay tiempo ni para dormir bien y menos para compartir con la familia.”, se lamenta. Y me confiesa algo más: muchas veces sale de turno con sueño y se va a pintar apartamentos o casas. “Ayuda a completar el sueldo.”
Someterse a esos pagos es cuestión de resignación porque en Colombia, la tarjeta militar de primera y un bachillerato, le alcanzan para ser “guachimán”. Y los propietarios de estas empresas se aprovechan del asunto. No hay Ministerio del Trabajo o Superintendencia de Vigilancia y Seguridad que tomen cartas en el asunto.
La noche está oscura, el frío es cada vez más intenso y Rodrigo se va hacia otro sector. Lo llamaron por radioteléfono que, si bien está bajo de volumen, suena atronador en medio de la quietud, la soledad y el frío…