Se han hecho muchos chistes sobre el hecho ―comprobado― de que los hombres, cuando nos enfermamos, somos más dramáticos, “llorones” y exagerados que las mujeres. Quiero atreverme a hilar demasiado fino al respecto.
Los “machos” de nuestra especie, desde cierto punto nebuloso de la historia y por alguna demasiado conveniente construcción / interpretación de los roles de género, se ha dibujado, en tanto “embajador” de la familia ante la sociedad, como una especie de líder, rey, proveedor, jefe, en fin; aquel que libra las más nobles batallas externas y trae a casa los botines de guerra para seguir la fiesta de la supervivencia. La mujer “solamente” se queda dentro, sin riesgos, en el incuestionable cielo de las cuatro paredes y a cargo de las crías, algo “natural” en ella y que no debe representar dificultad alguna.
Ella no tiene de qué quejarse. Si lo hace, debe superarlo rápido; nadie se va a poner a reemplazarla.
El “guerrero”, por su parte, ha de tomarse su tiempo, sanar completamente. Si ha caído es por una buena razón. “Merece” el descanso. Su esposa debe ayudarle a mejorar, sin quejas ni obstáculos ―serían una especie de sacrilegio que requiere castigo―.
Otros podrían decir que, dada la histórica presión social y los estereotipos que impiden al hombre la sensibilidad o el llanto, aquel debe “aprovechar” el mal físico para desahogarse, para permitirse la fragilidad, cierta vulnerabilidad. En esta misma línea, podrían también afirmar que las mujeres están acostumbradas a la “debilidad” que ya pueden sortearla como si nada pasara, ignorando cualquier matiz de gravedad; lo cual no debe, por supuesto, confundirse con fortaleza, exclusiva del macho, para quien lo contrario resulta una excepción y por ello debe entregarse a esta última a conciencia, padecerla y filosofarla hasta las últimas consecuencias.
(Otros, quizá, atendiendo a aquella postura de que el valiente no lo es porque carezca de miedo, sino porque lo enfrenta, se atreverán a decir que el hombre nunca ha sido tan valeroso en realidad porque no ha enfrentado las mismas amenazas ―por doquier― que las mujeres).
Algunos preguntarán si procesos como la menstruación, el embarazo u otros específicos... no deben tenerse en cuenta en la disertación. Una posible respuesta: la capacidad / posibilidad de cultivar la vida va más allá de cualquier discusión sobre la fortaleza, la trasciende, al margen de si se materializa o no, pues hemos de resaltar el derecho a elegir sobre el propio cuerpo.
En fin.
Somos más “llorones” quizá por la costumbre histórica de ser los mimados, los más escuchados, lo cual suele creerse como directamente proporcional a la importancia. Ante semejante falacia, cada día llegan más mujeres a salvar la humanidad al reivindicar el derecho a quejarse más, a mostrar que no por llevar mucho tiempo una práctica o cosmovisión significa que esté bien, a revelarnos ―al menos en parte― la estupidez de la desigualdad, el hecho de que podemos / debemos trabajar juntos, sin supuestas jerarquías, por un mejor ecosistema social.
¿Vale?
He hilado, quizá no tan fino, entre sarcásticas ―y no―, anacrónicas ―y no― divagaciones, también para recordar que cada “género” tiene un poco del otro, sobre todo porque, ante todo, somos humanos. Y aquí me uno a la celebración del arcoíris que representan las personas no binarias y aquellos diversas orientaciones sexuales o de género, realidades que nos amplían los panoramas, salvándonos un poco del facilismo del dogma, de lo heteronormativo.
Ahora bien, mis párrafos quieren terminar haciendo evidente la intención con la que empezaron: ensalzar a las mujeres, agradecer sus luchas, su paciencia y valentía, la sabiduría con que han habitado las sombras y salido poco a poco de ellas.
Deberíamos alargar marzo... o, al menos, que el ocho no resulte meramente comercial en detrimento de lo histórico – social.