Álvaro Uribe Vélez es un hombre de guerra y quiso seguir siéndolo después de ser presidente de la República, a su manera, explotando su carisma y utilizando su habilidad para comunicarse con la gente. Pudo, de ese modo, convertir la paz en una maldición, gracias al papayazo que dio el presidente Santos con la invención de un plebiscito innecesario y nefasto para los acuerdos finales con las Farc y su implementación. Desde octubre de 2016 en adelante, la campaña que se avecinaba quedó signada por el sambenito del No. El razonamiento fue sencillo. No a la paz es sí a la guerra. Lo de las modificaciones consensuadas era –Uribe sabía que la guerrilla las rechazaría– una entelequia. Eso sí, el cotarro se revolvía con ventajas para su partido.
En el Senado, la cantaleta oposicionista no cesó y, en forma deliberada, el batallón del Centro Democrático (CD), de la mano de su comandante, exigía para los delincuentes políticos el mismo trato que la ley da a los delincuentes comunes, cosa que él no hizo cuando pactó con los paramilitares, y se cerró a la banda contra la justicia transicional, a sabiendas de que, aun retomándose las negociaciones, la guerrilla no renunciaba a las cláusulas suscritas. El Gobierno usó sus mayorías parlamentarias para que el Congreso reversara la frustración del 2 de octubre, pero el ala de los acuerdos no dejó de sangrar luego del perdigón que la impactó.
La estrategia produjo dividendos. Fue elegido el que dijo Uribe, aunque ahora los efectos del No a la paz se ciernen sobre la gestión de su pupilo con un sí a la guerra que se fragua en cinco departamentos entre disidentes de las Farc, bandas criminales, mineros ilegales e inconformes ansiosos de caos y sangre, a través de una refundación de frentes y columnas armadas. El informe de la Revista Semana –por más que lo satanice el presidente Santos– es un campanazo de alerta. Se habla de 29 estructuras articuladas con cálculo y paciencia. Los asesinatos de los líderes sociales ya eran un síntoma de lo que se urdía, entre otras cosas porque hay sectores del establecimiento que no los condenan.
Aun cuando el narcotráfico está en la mitad de la pista, ya Gentil Duarte, el nuevo zar de la insurgencia, le expresó a alias Guacho que es preciso impregnarle marxismo-leninismo a la refundación proyectada, como para que el país se trague la píldora de que van a reteñir ideológicamente su reagrupación. Eso les garantiza, si fuere el caso, beligerancia y capacidad para dialogar con agentes del Estado si les deslizan una mesa de negociación. Duque calificó de arduo el trabajo que le espera sin dar pormenores. Se supone que por el estorbo de una oposición armada paralela a la oposición política, que pinta dura e implacable como la de ellos a Santos.
La diferencia en votos no fue tan arrolladora
como la conducta que ya comenzaron a mostrar
en el reparto de las comisiones y las dignidades del Congreso
No daña que el CD entienda que tuvieron muchos votos a favor pero también muchos en contra, y que en la balanza entre las simpatías y las antipatías de su jefe, y las de la camarilla de imitadores que lo rodea, la diferencia no fue tan arrolladora como la conducta que ya comenzaron a mostrar en el reparto de las comisiones y las dignidades del Congreso. También resta más de lo que suma la desafiante arrogancia de la senadora Paloma Valencia cuando exalta los escamoteos de su facción a la JEP. Hay trofeos que la posición dominante debe hacerse perdonar para huir del ridículo y –quien quita– de una inesperada humillación.
Compleja será, por otro lado, la unidad propuesta con redobles de fraternidad por el presidente electo en las condiciones que saltan a la vista en los montes y las ciudades. Flotan, como esperanza de futuro, muchísimas promesas que requieren, para ser cumplidas, tranquilidad, buena atmósfera, altruismo político, sabiduría, honradez, austeridad y la eubolia que recomendaba Azorín a los hombres de partido.
No fue el CD razonable y racional en el uso electoral de la paz. Declararse demócrata y ser autócrata no convence a una sociedad plural de la existencia de una razón pública consistente. Al contrario, limita la concepción del bien general y anula la supremacía de lo justo. De los excesos pasionales surgen consecuencias inevitables cuando se pasa de torpedear a gobernar.