La constitución colombiana de 1991 favoreció el consenso político, asimiló las políticas globales y retrasó el cambio social, que parecía imparable, luego de recuperarse de las violentas arremetidas contra el movimiento popular, primero en el paro cívico de 1977 y después a golpes encauzados con motosierra, masacres y desaparición forzada, resultantes del vínculo militar-paramilitar, como política encubierta de gobernantes preocupados por el control del poder (no por el bienestar de su pueblo).
Los derechos humanos llegaron a la constitución como anuncios de felicidad humana, pero su aceptación quedó a mitad. Las reivindicaciones sociales por las que se luchaba en los espacios públicos no fueron adecuadamente recogidas, ni efectivamente protegidas y la enumeración de derechos triplicó los 30 artículos de la declaración universal, con cerca de 90 derechos fundamentales, que una vez consignados le fueron entregados en el podio del poder a las mismas élites que conducían al Estado vigente, quienes de múltiples maneras impidieron avanzar hacia la sociedad de derechos, inclinando la balanza hacia la lógica de la sociedad del odio regulada por el mercado.
La constitución ha sido reiteradamente vulnerada, saqueada, reinterpretada al acomodo de los gobernantes que con ella firman la paz u ordenan la guerra. No ha sido acatada como la norma fundamental de garantía que debía servir para recomponer la relación pueblo y Estado, y poder político con poder social, proveyendo condiciones objetivas para la lucha armada por una parte y la movilización social en las calles por otra, en lucha por bienes para realizar los derechos. El poder político tradicional, de entonces y de ahora, en cambio de responder a las históricas demandas sociales, ante la aparición de conflictos reconfigura sus alianzas con extrema velocidad para frenar el ímpetu de cambio y adormilar a la sociedad convencida de que la sola constitución y la ley todo lo pueden, por responder al espíritu del Estado social.
Sin embargo, aunque este conserve sus estructuras y sea declarado laico y multicultural, hace tiempo fue tomado pacíficamente por el Estado mercantil, que instaló en los poderes públicos y las instituciones las reglas del mercado, de las que se desprendieron, antes que grandes sistemas de garantías para los derechos, novedosas fórmulas de interés privado (negocios) contenidas en leyes que actúan como políticas públicas, como en salud (a partir de la ley 100 defendida por Álvaro Uribe) o la ley 115 de educación (que coordinó Carlos Holmes Trujillo) o la ley 30 de educación superior. Igual suerte corrieron el agua potable, la energía y la vivienda, que entraron al mercado en calidad de mercancías, a las que se accede no por vía de los derechos, si no de las libertades, de tal manera que el responsable de las carencias deja de ser el estado y pasa a ser el mismo individuo solitario, obligado a jugarse en libertad sus desgracias o victorias.
Las condiciones de igualdad y libertad, a las que debería responder cada derecho fundamental de la constitución a cargo del Estado, paulatinamente han tendido a ser borradas del ideario público y llevadas a la esfera o privada, donde nadie le responde al ciudadano. Educación o salud como derechos responden a la condición de inalienables, eliminan discriminaciones y exclusiones y aportan a la realización de la vida humana con dignidad, en la condición de simples servicios, responden al proveedor o productor al que no le interesa que el otro satisfaga su derecho, si no que su producto se venda en beneficio propio, pagado por el consumidor y cliente, al que poco le importa su contribución al patrimonio colectivo o la soberanía. El servicio está separado de la responsabilidad del Estado mientras que el derecho humano es deber del estado, como ocurre con la lógica del derecho a la paz que tiene el pueblo y que el gobierno trata de volver servicio para justificar la guerra.
La constitución de 1991 permanece tomada en sus partes principales por el interés privado, que encontró en el Estado a su principal oportunidad (no a un enemigo) y ha actuado en consecuencia. Sin cambiar las estructuras del Estado social, modificó paulatinamente su sentido, su orientación, lo que permite explicar la impunidad total sobre fenómenos desastrosos como la corrupción y el clientelismo, que al ser tratados como asuntos de libertad personal e interés privado, impiden juzgarlos en el marco de los derechos donde serían violaciones, con responsabilidad de Estado en consideración a que cada acto criminal cuenta con la omisión o participación sistemática de agentes del Estado o hay vínculo con los partidos beneficiados directos de actuaciones fraudulentas.
El discurso normativo, que emiten las partes constitutivas del Estado, plegadas al gobierno, coincide en reiterar que Colombia es un Estado social de derecho y el pueblo el soberano, pero en la práctica la primera función esencial del Estado social, que es ponerle bienes materiales y garantías institucionales a las demandas por derechos y proteger la vida y la dignidad preservando el espíritu soberano del pueblo, parece una batalla perdida. Y la segunda tarea que es crear garantías de control social sobre la propiedad privada para salvaguarda de los bienes públicos como riqueza colectiva la hace al revés, con evidente premeditación, al favorecer la privatización y enajenar los bienes públicos, tangibles e intangibles y trasladar los bienes de la nación como el subsuelo, a ser propiedad del Estado, a sabiendas de que este estaba tomado unas veces y asaltado otras por el interés privado, que con esa misma astucia despojó a los derechos (en plural)de su capacidad para llevar al país a su civilidad y convivencia pacífica. Ahora se pretende suplantar de raíz al contrato social por el contrato económico, contribuyendo a que lo poco sólido que queda del Estado social de derecho se desvanezca en el aire.
Posdata. Desencanto produce el indicador global de paz: Colombia en el puesto 145 y Siria en el 153. Islandia es el número uno, allí el Estado no roba, no mata, no pide guerra y la vida resulta sagrada.