Mucha gente en Colombia está aterrada por la continuidad de paros que se están dando en el país, por la facilidad con la que la gente sale a protestar y, lo nuevo, por las chifladas tanto al presidente Santos como al senador Uribe. Parecería entonces que ningún dirigente, venga de donde venga, está a salvo de que quienes están en desacuerdo con su proceder les armen una sonora encerrona. La sorpresa sobre los acontecimientos recientes, donde todo el mundo se siente autorizado a expresar su desacuerdo, su malestar y hasta sus preferencias políticas, tiene una clara explicación.
Probablemente uno de los mayores daños que la guerrilla le hizo al país fue frenar la protesta ciudadana. Lo que las autoridades y los políticos manejaron muy bien fue generar el temor a que quien no estaba de acuerdo con sus ideas, su posición lo ubicaba del lado de las guerrillas, principalmente de las Farc. Aún sin firmar un acuerdo con este grupo y estando el ELN por fuera de estas conversaciones, se debilitó significativamente este freno que existió durante décadas a expresar públicamente desacuerdos. Por consiguiente, es absolutamente natural que una sociedad reprimida por muchos años, ahora que cree que no existen límites para expresarse públicamente, lo haga cada vez con más frecuencia.
Es bueno recordarles a quienes miran con preocupación estas protestas, que en países con democracias consolidadas como Holanda, es absolutamente normal ver, no solo manifestaciones, sino a manifestantes acompañados por la Fuerza Pública. Una fuerza que no les da palo como aquí, sino que está ahí para proteger ese derecho ciudadano a expresarse. Se entiende claramente que una sociedad activa fortalece una democracia, y por ello, las permanentes manifestaciones y paros en Francia por ejemplo, son el pan de cada día.
El reto hoy para el Gobierno, para los partidos y para los líderes, es aprender a manejar esa nueva etapa de la vida colombiana. Es entender que esta sociedad colombiana, con la 7ª peor desigualdad de ingresos del mundo y la primera de América Latina, similar a la de Haití, Angola y Sur África, según cifras recientes del Banco Mundial, tiene una gran acumulación de descontento y frustración. Es necesario reconocer que estamos entrando en una nueva etapa de la vida nacional donde la libertad de expresión será cada vez más una necesidad sentida por toda la ciudadanía y que no serán las prácticas de siempre las que funcionarán.
El cambio es más profundo de lo que parece. Al formular estrategias, políticas públicas a todo nivel; al hacer pronunciamientos que siempre tocan los intereses de determinados grupos, los nuevos líderes deben empezar a identificar ex ante lo que se viene como reacción de una población que se verá afectada. Transparencia será el mandado tanto en los mensajes, como en el desarrollo de los mismos, porque el silencio de la población —o mejor aún la resignación—, se acabará. Menos agendas ocultas, menos entuertos tienen que ser el resultado de una población de 48 millones de colombianos que está dispuesta a ejercer, de verdad, su ciudadanía más allá del simple ejercicio de votar.
¿Serán nuestros líderes capaces de entender ese cambio trascendental? Por lo menos a los actuales les va a tocar cambiar de chip. De otra manera, esa paz no será ni sostenible ni real. Simplemente se cambiarán los actores de un nuevo tipo de confrontación, sin armas, pero con el claro derecho a la palabra y a expresarla públicamente.
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