Detrás de esa barra larga que se ve desde la mesa en la que se ha sentado a hacer su pedido, donde ve que los trabajadores jóvenes brincan y sonríen sirviendo con una mano una bebida y con la otra registrando la siguiente mesa, hay todo un mundo.
Usted expectante abre el menú y pronto sabe qué quiere comer, cuáles son las modificaciones que debe hacerle a su plato y cómo quiere que lo sirvan. El mesero, con la mejor actitud toma su pedido, le ofrece algo de beber y le dice que más rápido de lo que cree su comida estará lista.
Al fondo suena un arpa, no se escucha más que el suave sonido de los cubiertos y los gemidos de placer de todos aquellos que por tener la boca llena deben cubrirse con una servilleta y hablar con los ojos a sus acompañantes. No hay espacio para las palabras.
Han pasado ya cinco minutos y usted empieza a preguntarse si tardará un poco más, si el mesero, quizás, olvidó su pedido, o si hay algún problema con los cocineros que no son capaces de sacar su comida para que calme de una vez el hambre.
Dos minutos más tarde el mesero llega a la mesa, pidiendo disculpas de antemano por la tardanza y dejando ahí eso que usted tanto anhelaba, eso que necesitaba para recobrar esos minutos de infelicidad que pasó viendo a otros tragarse la suya.
Una comida fresca y deliciosa le espera; caliente, recién salida del horno. Después de algo así, ¿quién no llega feliz a casa? ¿Quién no duerme tranquilo y satisfecho?
Lo que usted no sabe es qué hay detrás de ese plato que acaba de comer. El caos no está en las mesas, ni en la rudeza de los clientes que –ignorantes- exigen hasta el color del agua en la que deben hervirles los fideos. El verdadero infierno de los restaurantes se encuentra justo tras las puertas de la creación: La cocina.
Galpón carente de aire donde cada esclavo es obligado a preparar una comida completa en un lapso tres minutos, sin aire acondicionado (en una ciudad donde la temperatura promedio es de 32°C), vestidos de negro de pies a cabeza, con mallas, gorras y guantes, la cual debe estar perfectamente cocinada y servida, para que sea recogida y llegue a su mesa en no menos de diez minutos.
Estas personas trabajan de nueve de la mañana a once de la noche, tienen un descanso de un poco más de media hora para poder comer algo y volver a ring. En estas cocinas no hay relojes, no hay ventanas, no hay música china relajante ni arpas de ningún tipo. Cada uno tiene su micro-espacio de trabajo en el que su única compañía son sus peores enemigos: sus utensilios de trabajo y una impresora incesante con las órdenes a sacar en el menor tiempo posible. Trabajan con un wok en cada mano; caminan en puntitas porque el piso a causa de las carreras siempre está lleno de aceite; y atenidos, siempre, a los gritos del supervisor, a la presión de los meseros, al plato que volvió porque se coló una aceituna o un gramo más de sal, y al tan justificado cansancio que tienen desde que entran a esa pequeña cárcel que los recibe con los brazos abiertos todas las mañanas.
A cada uno le pagan entre 7 y 9 dólares por hora; teniendo en cuenta que cada plato vale aproximadamente lo mismo, y que deben preparar mínimo veinte por hora, cada uno de estos les deja un aproximado de 3 centavos. ¿Tres centavos por cada plato que usted paga a ocho dólares? ¿Y aun así, usted les exige a ELLOS?
Piénselo dos veces antes de salir a comer, y si lo hace, tómese el tiempo necesario. La comida es una de las cosas más íntimas de la vida cotidiana; mal que bien es lo único que realmente es suyo una vez lo lleva a la boca. Cocine en su casa, no sea cómplice del esclavismo disfrazado que nos trae la modernidad, no crea que porque paga, merece ser tratado como un rey. Es usted el que no se ha dado cuenta que va a pagarle vacaciones al que sí se lleva el dinero al bolsillo. No es usted quien tiene la razón; está siendo utilizado por el consumismo, y se le están metiendo tan adentro en la vida, que unos pocos (o unos muchos) que necesitan mantenerse, están siendo maltratados de cuenta de su hambre y su complejo de superioridad. Y ojalá cada noche, luego de ir a un restaurante, cuando ya esté dispuesto a dormir, piense que esas personas siguen allá, cocinando, quemándose las manos, cortándose los dedos, cayéndose a causa del agua y del aceite, limpiando lo que no pueden limpiar por el afán de su estómago, sin un seguro médico, sin un nombre, sin una oportunidad de salir; deseando llegar a casa a acostarse en la cama para ponerse hielo en los pies, en las piernas, en la espalda y en los brazos. Para curarse las heridas y esperar que al día siguiente estén cerradas para que el fuego no las lastime nuevamente. Piénselo dos veces, y no deje que lo mande la cuchara.