La famosa frase del entonces coronel Plazas Vega de “defendiendo la democracia, maestro”, es la evidencia de que en el lapso de tiempo de la retoma por parte del Ejército se desconocieron las órdenes de Belisario Betancur que pudo darle una salida negociada y escuchar los clamores del cese al fuego de los magistrados. Belisario quedó como un espectador más de los acontecimientos catastróficos que se originaron con la toma del Palacio de Justicia. En lo que él tal vez negará pero jamás podrá ocultar para la historia, es el vergonzoso golpe de Estado en manos del Ejército.
Después de 30 años, el expresidente Betancur pide un tímido perdón en una conferencia a puerta cerrada y ha revelado que contará todo después de muerto, como una forma de evadir su responsabilidad como presidente en ese aciago periodo de 1985. Un libro recopilará su impotencia, dejará por sentado que los mayores responsables fueron los militares de todos aquellos procedimientos irregular en la retoma y posterior identificación de cuerpos, en la destrucción de pruebas, en la manipulación de las evidencias, envío de restos a fosas comunes, traslados de cuerpos sin los procesos judiciales respectivos. El vacío de poder que hubo no se puede dejar por sentado en unas memorias escritas, sino ante la sociedad colombiana, ante los tribunales de la verdad, ante las comisiones de acusación del Congreso, ante la Fiscalía porque aunque hay que reconocer que el mayor responsable fue el M19 por su decisión bélica y absurda, también lo es para un presidente que se ha mantenido al margen de la verdad, que le ha convenido que se sepultara en las ruinas del Palacio toda esa información que ayudara a acabar con la angustia y zozobra de todos los familiares de los desaparecidos, de las víctimas y de todas esas omisiones que hoy afloran como una vergüenza que causa dolor en aquellos familiares que sepultaron cuerpos que no eran los de sus seres queridos.
El Palacio de Justicia es una tragedia a la que hay que exhumarle toda esa verdad para poder encaminarnos en un proceso sincero de justicia y paz, de poder cerrar las heridas de la barbaridad violenta de cómo resolvimos nuestros conflictos sociales en el siglo pasado. De que la impunidad, sobre toda la oficial, no puede seguir siendo un pacto de gobierno, un fuero presidencial para evadir su responsabilidad; de que los subalternos paguen con el escarnio público mientras el gobernante en retiro escribe sus memorias en un perdón paliativo embriagado por la poesía y el encierro.
Pues no. Hay que tener valentía y el coraje suficiente de mirar a los familiares de los inmolados y desaparecidos a los ojos y reconocer la impotencia de un gobierno que se dejó doblegar por la sed irascible de los militares.
Los errores se pueden escribir para que queden en la historia, más si son los de un presidente, pero la dignidad no, más cuando hay muertos que claman un poco de justicia.