La vieja epopeya institucional es cuento de ayer. El Estado colombiano, el verdadero, el jovencito de 26 años que inició con la Constituyente del 91, no ha podido hacer frente al viejo monstruo que corroe las instituciones, que destruye todo desde sus cimientos.
Un monstruo que es más encopetado que escopetado, porque no es guerrillero o paramilitar, a pesar de que sus tentáculos, transversales en las agrupaciones al margen de la ley no paran de crecer. Uno que amenaza y mata diariamente en hospitales, centros educativos, militares y financieros. Uno que es más temible que la cruenta guerra de 60 años, pero menos comprensible y parcialmente invisible.
De acuerdo con el contralor general de la república, Edgardo Maya Villazón, 50 billones de pesos terminan en bolsillos que no deben. (1) Una cifra descomunal (25%) teniendo en cuenta que el país cuenta con un presupuesto de 224 billones de pesos y tenía proyectado invertir este año unos 118 billones entre salud, vivienda y educación.
La suma es tan grande que podría otorgarle a cada colombiano un salario mínimo. Pagarle un año educativo completo a los 10 millones de niños entre 5 y 16 años o un año de salario para todos los miembros de la fuerza pública del país.
Con esa cifra el déficit estructural del país que asciende a cerca de 18.9 billones (según cifras del CCRF) (2) sería cubierto dos veces y media. Un dinero que evitaría el aumento de impuestos lo que redundaría directamente en el bolsillo de los colombianos.
Y es allí dónde se encuentra lo realmente desolador de esta situación; el ciudadano de a pie sólo se ve interesado por dichos datos cuando logra establecer una relación directa entre el bolsillo estatal y el propio, sin asumir desde un principio que es su dinero el que está siendo repartido a diestra y siniestra por un grupo muy reducido de terroristas de escritorio.
Se calcula que las empresas pagan en promedio 17 % del valor del contrato para ganar una licitación (3). Una política ya asumida y socialmente cimentada en la metáfora del “palancazo”. Para el colombiano no hay trabajo sin palanca, no hay salud sin negociar con el vigilante o la recepcionista, no hay títulos (la educación es imposible de comprar) sin “trabajarse” al profesor o al compañero.
Los entes reguladores (contraloría y procuraduría) se ven igualmente empapados de favores redundando en paupérrimas acciones y respuestas; de ‘1.850 sanciones en 2016 por delitos contra la administración pública, el 50% de los condenados no paga cárcel y otro 25% cumple su pena en una casa por cárcel’.(4) En dinero contante y sonante sólo se han recuperado entre 2008 y 2015 unos 43 mil millones de pesos (0.1%) teniendo en cuenta los datos actuales.
Para Jorge Yarce, investigador y autor de ‘¡Por favor, no roben más al Estado! Ética pública vs. Corrupción’ la corrupción “es tan grave como un genocidio, ya que, resulta en una plaga porque afecta los derechos fundamentales de las personas”.(5)
No es un problema de percepción pues Colombia empeoró su posición desde el 2015 ocupando el puesto 90 entre 176 países en el ranking de percepción de corrupción publicado por la Organización para la transparencia Internacional. (6)
Los colombianos somos y sabemos que somos corruptos; es tiempo de acabar con el cinismo y la complicidad y actuar en consecuencia.
Si no logramos ver a la corrupción como lo que es: un crimen gravísimo, difícilmente lograremos creer en un estado social de derecho y mucho menos creer en la justicia y la sociedad que le sustenta. Indicadores que repercuten directamente en la criminalidad y la violencia.