Constantemente analizo la pluralidad de rostros que coexisten en cualquier lugar. Hay tantos y tan variados que, sentarse y descifrar la condición emocional de cada uno es un buen ejercicio moral. Y entonces, vemos caras alegres, aburridas, preocupadas, tristes o enojadas, todo depende de la hora, el trancón, el clima y los infaltables percances personales y laborales. De eso se componen nuestros días, unos mejores que otros. Pero la pregunta es: ¿cómo hacemos frente a esas situaciones diarias? Lo ideal sería no dejar que eso que de repente nos preocupa o abruma interfiera en aquellos actos humanos que dignifican la vida de los demás y la nuestra a través de las buenas acciones.
Sin darnos cuenta nos hemos acostumbrado a ir tan rápido al son de la rutina diaria que hacemos que el mundo solo gire alrededor nuestro en una actitud egoísta, indiferente, desinteresada y apática por el otro. El escritor brasileño Paulo Coelho en una de sus muchas frases célebres dice que “cuando todos los días resultan iguales es porque el hombre ha dejado de percibir las cosas buenas que surgen en su vida cada vez que el sol cruza el cielo”. Y es justo eso de lo cual nos hemos estado perdiendo por la insensibilidad del espíritu que nos aparta de lo esencial, de las cosas sencillas y sustanciales que nos alegran la vida, y de la satisfacción que hay en disfrutarlas, hacer el bien y compartirlas con los demás.
Partamos de lo valioso e importante que es agradecer por un nuevo despertar, de ahí que podamos sonreír y dar una palabra cordial desde temprano a quienes conviven con nosotros: al vecino que se sube al ascensor, al celador que se trasnocha para, aun con su desgaste físico diario, darnos una sonrisa y desearnos un buen día, al mesero que nos sirve la comida o al taxista oportuno que nos conduce a nuestro destino, y así con innumerables situaciones.
Cuando vamos por la vida mostrando un espíritu agradecido con actitud positiva y entusiasta, empezamos a vivir más y mejor, y es ahí cuando la verdadera felicidad toma su lugar. Somos felices a plenitud cuando nuestra carta de presentación es la bondad del corazón, esa que es compasiva, que no distingue bajo ninguna condición y busca siempre el bien común, aun si eso implica salir de la zona de confort a sabiendas de que ese algo o alguien va a estar mejor; es esa que no alardea de sus actos pero puede ser percibida fácilmente por el eco y la fuerza que suscita esmerarse por hacer el bien en medio de un mundo ambivalente, materialista y lleno de prejuicios.
Hace poco fui a cenar con mi familia a un restaurante de Santiago de Chile y decidimos sentarnos en la barra por la experiencia de ver cómo preparan los platos y por la cercanía que se puede tener con otros comensales. En efecto tuvimos el placer de compartir la cena con una pareja de esposos que desde su llegada se hicieron notar por su carisma y amabilidad. Cruzamos algunas palabras y disfrutamos de la velada. A la hora de pagar la cuenta, para nuestra sorpresa, los dos desconocidos asumieron la totalidad de la misma.
Hacer feliz a nuestros seres queridos es más fácil, por el vínculo sentimental que nos une, pero hacerlo con alguien de quien apenas sabemos su nombre, es un acto genuino de bondad y cordialidad. “Es un faro para caminar en lo oscuro, es el camino hacia el paraíso”, me dijo un abanderado de ese acto que transforma vidas. Sabemos que está ahí, intrínseca e innata, pero es necesario fortalecerla con sabiduría y estimularla cuentas veces al día sea posible, con la misma devoción y pasión con que se entrena un deporte o se hace cualquier otra actividad. Como efecto colateral experimentaremos el placer de darle a nuestro cuerpo altas dosis de endorfinas, ese analgésico natural que nuestro cerebro gustoso y extasiado segrega para que volemos en satisfacción y plenitud.
“El bien que hemos hecho nos da una satisfacción interior, que es la más dulce de todas las pasiones”, René Descartes.