Recuerdo que en mis primeros años de formación como abogado tuve el placer de leer una obra del escritor George Orwell, publicada en 1945. Este autor con mucho ingenio caricaturizó en La Rebelión de la Granja los eventos acaecidos en un lugar cierto, por allá en un gélido mes de noviembre. Me referiré pues, sin pretender siquiera el estilo ni la técnica del autor, respetuosamente aludiendo a esa obra, sobre nuestra actual realidad colombiana, misma que dista poco o nada de aquel 25 de octubre de 1917 que bajo el calendario gregoriano corresponde al 7 de noviembre de 1917.
La mecánica social se construye a través de la prueba y el error, y la organización social implica cierto grado de sometimiento, en aras de aprovechar como germen impulsador el resultado inicial de todo intento que asegure la legitimidad, propia de toda civilización consciente de la necesidad de aplicar la norma; aunque esta en ocasiones vaya en detrimento del interés particular, pero en beneficio del general.
Los inicios de la civilización trajeron consigo la violencia generalizada por el poder de la tierra y con ello, la consecución permanente de alimentos; la lucha denodada por las creencias religiosas y mediante sus preceptos la sanción a los hechos contrarios con su direccionamiento espiritual. La necesidad de reclutar para la explotación laboral trajo aparejado el ejercicio de la esclavitud.
Como puede apreciarse, la guerra como embrión constructor de civilidad, en sus inicios seleccionó los mejores linajes y destruyó de tajo a las mentes inferiores. La guerra en tiempos remotos, permitió el avance en muchas áreas de la ciencia, cultura, economía y tecnología, alimentando el crecimiento social, pero a la par, un direccionamiento condicionado por el materialismo, en detrimento del nacionalismo.
Hoy en día, la guerra no es más que un factor de zozobra y desorden social, alimentado por intereses particulares, por el egoísmo de mentes individualistas y perturbadas por el poder que genera el poder.
Es así como la historia de la humanidad se ha visto signada por la figuración de personajes significativos, que en la medida que la sociedad lo ha permitido, han dirigido con acierto en muchos casos los destinos de la colectividad, pero también, con esa connivencia inicial del pueblo, han destruido sociedades completas y sembrado el terror nacional, a la par con el desprecio y el odio internacional.
Claro que esos personajes oscuros y sospechosos fundamentan sus tesis en distintos sistemas productivos, alineados estos con teorías ideológicas que chocan con otras tesis y obvio, con otras creencias ideológicas imperantes en lugares distantes.
Esas tesis sustentan su legalidad, ora en preceptos de igualdad, equilibrio social, propiedad total de todos y para todos, mismas oportunidades y acceso total y gratuito a los servicios, ora en preceptos disfrazados del liberalismo constitucional que pregona la libertad de empresa, la liberalidad moral y el respeto por todos los derechos con un alto grado de control sobre quienes ejercen el poder.
En principio, y como algo novedoso, la aceptación popular de esas no tan sanas tendencias de producción, ha sido arrolladora, propiciando un alto índice de legitimidad en las decisiones gubernamentales. Posteriormente, cuando se dimensiona la realidad de dichas tesis y se comprueba que tal equilibrio no existe, que la igualdad no es propugnada desde las altas esferas y que sin importar la dirección del sistema (derecha, izquierda), lo que se persigue es el aleccionamiento popular y la conminación a acatar las directrices apoyadas en sistemas obsoletos y carentes de garantías sociales.
La grandeza de los pueblos se mide no por la historia que han recorrido, sino por las decisiones conjuntas que han permitido su evolución ascendente. Los gobernantes no son más que el instrumento utilizado por esos pueblos para alcanzar las cimas de la civilización y las medidas que estos toman generan las riquezas y progresos que aquellos pretenden.
Es por tanto dable decir que todo pueblo tiene “los gobernantes que se merece”. Cuando se actúa con desinterés, cuando se elige con apatía, cuando no se genera control sobre los representantes, cuando no se exige el respeto por las libertades individuales y colectivas, cuando se permiten actuaciones en contra de la estabilidad social, económica y política, acertado es señalar que se procede con el razonamiento de dóciles animalitos domesticados, a los que se les dificulta entender la dinámica social y que prefieren no dilucidar sobre la complejidad del entramado político que los rige.
De otro lado, cuando el actuar social no implica ningún grado de control razonado, prestos están a devorar como cerdos el banquete que se abre a su disposición, aquellos que ostentan las más altas magistraturas pretendiendo hacer creer que su grado de intelectualidad exige de ilimitadas prerrogativas, que de no garantizárseles, peligraría la estabilidad y el equilibrio social, y por tanto, la “felicidad e igualdad” que impera bajo su dominio.
Llenan sus arcas con los tributos de un pueblo inmutable e institucionalizado; violentan hasta las más mínimas garantías en connivencia con una sociedad que cohonesta con sus arbitrariedades. Parecen esos reyes caricaturescos que engordan a costa de del hambre, pobreza y necesidades de los tontos a quienes “dirigen”.