Rafael Sabatini fue un escritor de libros de aventura muy reconocido en el siglo XX. Al lado de Emilio Salgari, es uno de los grandes representantes de este género en la bota itálica. Vale aclarar que Sabatini nació el 29 de abril de 1875, falleció en 1950 y su lengua literaria fue el inglés, aunque era un versado políglota.
Algunas personas amantes de la literatura de aventura recordarán al Capitán Blood, o al Halcón Negro; sin embargo, hoy nos vamos a referir a la que, desde mi humilde opinión, es su obra más interesante, por el tema que aborda, y sobre todo por el mensaje apasionado con que lo revela a sus lectores; y ¿por qué abordarlo? Hoy en medio de este estallido social que reverbera en las calles de Colombia, y con el caos gubernamental que se ha generado en la base de los poderes del Estado, traer a colación a Scaramouche, novela de aventuras publicada por primera vez en 1921, ayudará a comprender, que, si bien, lo que ocurre en Colombia no es precisamente una Revolución francesa, sí es un campanazo de alerta, contundente y claro de las ciudadanías libres contra el altisonante y arbitrario trato del gobierno Duque, para que se siente a dialogar y a tomar decisiones con las bases populares, lo que antaño, en la era del absolutismo monárquico francés era conocido como el Estado llano o tercer Estado.
Andrés Luís Moreau es el protagonista de la novela. Ha nacido en la región de Bretaña, pueblo de Gavrillac. Fue un hijo abandonado y educado por la nobleza en su juventud. Abogado, incrédulo inicialmente de las luchas del Estado llano, consideraba que la burguesía, en caso tal, de llegar a tomar el poder se comportaría tan despóticamente como la nobleza. El Estado llano no sería más que un instrumento. Sin embargo, amigo del revolucionario Felipe de Vilmorín, con quien tiene importantes debates, y asesinado este por el señor de La Tour d’Azir, Moreau busca vengar a su amigo, y se convierte en una especie de verbo revolucionario, la voz del injustamente sacrificado, razón por la cual será perseguido implacablemente por el poder gobernante que tiranizaba a su nación. Es así que, además de abogado, se convertirá en político, espadachín y bufón.
En 1788, Luis XVI ha convocado una Asamblea General a la que la nobleza y el clero se oponían, pues veían peligrar sus privilegios, ya que eran una minoría frente al Estado Llano, pero con todo el poder a sus anchas. En dicha convocatoria, que en Bretaña fue especialmente simbólica, se esperaba que no fuera un canto a la bandera como en antiguos tiempos había ocurrido: “donde el Tercer Estado, o sea, el del pueblo, no tuviera otra voz ni otro voto que los necesarios para acceder a los tributos que continuamente se le pedían” (p. 6) y ello, “para terminar con la amarga ironía que colocaba todo poder en manos de los únicos que no pagaban impuestos” (p.6), por lo que, dicho manifiesto exigía un diputado de dicho Estado por cada 10 mil habitantes con el requisito de no ser: “noble ni delegado, procurador o intendente de un noble” (p. 6), la condición era ser representante directo del pueblo.
En nuestra actual situación, algunas coaliciones políticas como la esperanza se sientan a manteles a dialogar con el gobierno, mientras en las calles, la represión del Estado está disparada contra nuestro “Estado llano”, o sea, las ciudadanías libres que se tomaron las calles con el objetivo único de tumbar un proyecto lesivo, que iba a ser un calco de lo que la nobleza exigía siempre al tercer Estado en la antesala de la Revolución francesa.
El rey suspendió las cortes producto de la oposición a dichas exigencias, sin embargo, estas clases privilegiadas, cegadas por sus ambiciones, se resistieron aún contra la autoridad del monarca, sellando así, su desgraciado destino, el mismo que en pleno 2021, sellan las élites colombianas ante el aberrante comportamiento que tienen frente al pueblo de base colombiano.
Felipe de Vilmorin es el aguijón del pueblo de Gavrillac, el que despertará con sus ideas al adormecido pero indignado poblado, que ha visto como uno de los suyos es asesinado por orden del señor La Tour d’Azir, por el solo intento de robar un faisán y de haberse entrado en sus dominios. La ley de la caza justificaba dicho asesinato, como hoy la teoría de la revolución molecular disipada justifica la masacre. El derecho del poderoso y el empoderamiento de su tiranía contra el hambriento y empobrecido campesino cuyo nombre era Mabey, castigado tan cruelmente por lo guardabosques del todopoderoso La Tour d’Azir, ha dejado a su mujer viuda y a sus tres hijos desamparados. Leyes hechas siempre para sostener a una clase que tenía todos los derechos para actuar a su libre arbitrio. El diálogo entre Vilmorin y Moreau muestran lo imposible de hacer justicia contra los delitos de los poderosos, Moreau considera ingenuo a su amigo por querer exigirla, ya que, y este es un mensaje muy apropiado en nuestro contexto actual: “Los lobos no se comen entre sí” (p. 7), pues, la ley es la ley, y esto no es cuestión de humanidad, sostiene Moreau.
Vilmorin es un hombre que conoce muy bien a la clase gobernante, en su debate con Moreau le exclama ante la despótica desobediencia al rey: “—¿Pero no comprendes?—preguntó irritado— los nobles desobedeciendo al rey, socavan la misma base del trono. No comprenden que su existencia depende de que ese trono no se derrumbe, pues siendo ellos los más cercanos a él, serán los primeros aniquilados. Dime… ¿es que no ven esto?”, y la respuesta de su amigo será una de las grandes premisas expuestas en esta novela: “—Evidentemente, no lo ven. Son las clases gobernantes, y nunca he sabido que las clases gobernantes tuvieran vista para otra cosa que no fuera su propia e inmediata conveniencia.” (p. 8). ¿Será necesario algún comentario de pie de página al respecto? La claridad y contundencia de Sabatini en voz de Moreau es suficiente para entender a la élite político-económica-militar de Colombia, que en nada difiere de las ambiciones de la nobleza que perdió su cabeza en la guillotina de la revolución de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (y luego con Olimpe de Gougé, los de la Mujer y Ciudadana, razón por la cual, también su cabeza perdiese). Claro está que Vilmorin, sin darse por vencido ante el escepticismo de su amigo, le increpa: “—Pues de eso nos quejamos. Eso es lo que queremos que concluya” (p. 8).
Para Moreau las ideas de Vilmorin son una afrenta al orden natural y divino. Dios así lo ha querido, e ir en contra suya es por lo menos un absurdo, ya que, para él, esa clase gobernante: “fue el plan original de la creación, y hubiera podido tener éxito a no ser por Caín” (p.8) y le asegura a su debatiente que para cambiar el estado de cosas era necesaria una intervención divina. Estas ideas me traen a la mente esos apellidos que columbran su poder por ser los delfines y élites amancebadas históricamente con el poder. Ellas se sienten escogidas por algún hado que transfiere por herencia a ellos toda la autoridad para ser los rectores del destino de los pueblos. ¿Hay acaso alguna diferencia entre la nobleza atrabiliaria de la Francia de 1789 con la más rancia clase oligárquica y terrateniente de esta nación?
¡Volvamos al punto!, Moreau asegura a Vilmorin que para hacer el cambio era necesario hacer dicha operación en el hombre y no en el sistema, posición conservadora que parte del acto de la imperfección humana determinante del mantenimiento del sistema perverso y teniendo fe en que la élite premiada por el destino sufra un cambio producto de dicha operación divina. Bajar la cabeza y tener fe sería la consigna, pues, de acuerdo a nuestro protagonista: “el porvenir solo puede leerse con seguridad en el pasado […] El hombre nunca cambiará, será siempre avaro, siempre vil” (pp. 8-9), y en relación a la pregunta que Vilmorin hace a Moreau sobre si acaso el no cree que la suerte del pueblo —populacho para Moreau— podría mejorar, responde de una manera tan patética que simboliza la ningunización de las bases: “—¿Quieres suprimirlo acaso? Ese sería el único modo de mejorar su suerte, pues mientras exista será su patrimonio la miseria.” (p. 9)
Es clara la figura que simboliza en este momento Moreau: el desprecio hacia el pueblo, el mismo desprecio de una cúpula político-militar-económica que en Colombia no solo ningunea e invisibiliza, sino que cuando la va a visibilizar es para estigmatizarlo, masacrarlo borrarlo, en una frase: subyugarlo ante su poder a nombre de sus medievales “leyes de caza”.
Con respecto al gobierno, Felipe de Vimorin (verdadero protagonista de esta novela, pues, aunque es asesinado en su inicio, es el alma quien sostiene a Moreau, lo transforma y le envía a luchar por la justicia hacia el pueblo) le apetece la República, Moreau, le muestra que en la Francia de Luis XVI hay una y que debe dejarle contento. Vilmorin lo escudriña y su compañero le ratifica que, aunque hay un rey, él no gobierna a Francia, quien tiene el poder real es el clero y la nobleza: “Hay en Versalles un caballero gordo que lleva la corona, pero precisamente las mismas noticias que me traes, demuestran el poquísimo caso que se le hace” (p. 9), y que esas clases que realmente gobiernan: “tienen al pueblo de Francia a sus pies”, y compara a esa “república” de facto con Roma: “Entonces, como ahora, las grandes familias patricias vivían en la opulencia, se reservaban a sí mismas el poder y la riqueza y cuanto valía la pena de poseerse” (p. 9), y continúa: “y el populacho, aplastado por el pie de los grandes, gemía, sudaba, se moría de hambre y perecía en las leoneras romanas. Y era una república, la más poderosa que ha existido” (p..9).
Vilmorín impaciente con la terquedad y sectarismo pro statu quo de Moreau le arguye: “—Cuando al menos, admitirás […] que no podemos estar peor gobernados de lo que estamos” (p. 10) a lo que Moreau contesta que ese no es el problema, el meollo del asunto está en que no se sabe si en el nuevo sistema las cosas pudiesen ser peor o no; no existe garantía alguna que certificase que se estaría en mejores manos, aún así, le muestra el posible nuevo gobernante, que era nada menos que la burguesía, no el pueblo, y le invita a que lea quienes eran los autores del Manifiesto de Nantes, todos ellos parte de este colectivo, que aunque enviado al rey por unos 10 mil obreros entre los que se contaban tejedores, carpinteros de buques, artesanos de todos los oficios, fueron, precisamente, “estimulados, forzados por sus amos, los ricos comerciantes y armadores de aquella ciudad […] Detrás de los obreros y artesanos de Nantes, aconsejándolos, empujando a esos pobres trabajadores ignorantes para que viertan su sangre en persecución del fantasma de la libertad, están los fabricantes de velamen, los de tejidos, los armadores y hasta los negreros. ¡Los negreros! ¡Los mismos hombres que viven y se enriquecen traficando con carne humana en las colonias, dirigen aquí una campaña en nombre de la libertad!” (pp. 10).
Tal cual Moreau en su contexto prerrevolucionario, y aunque con razones de sobra para desconfiar de la burguesía que, para cuidar sus intereses: “inflaman al pueblo con sus promesas” (p. 10), los sabios de la burguesía colombiana y sus defensores sin ambages, dictan el mismo discurso desprestigiando las luchas justas de los pueblos. El discurso de Iván Duque, ese Luís XVI, figura sin autoridad alguna, atrapado en los sinsabores de no tener el poder en la Casa de Nariño y con el Sol a sus espaldas de un gobierno que nunca arrancó, siempre ha tenido que mantener, para legitimar el desprestigio, que acudir a enemigos externos e internos que mueven al pueblo cual burda marioneta. Es el señor Duque, el sintetizador del mensaje de parte de la población pro statu quo, que considera a la ciudadanía como niños ingenuos y frágiles que se dejan llevar cual veletas por las ideas retorcidas de líderes que promueven el terrorismo, al decir, por ejemplo, de la familia Barbieri y la canciller de Colombia, encarnados en Gustavo Petro, Nicolás Maduro y el ELN. Estos manejan al pueblo como veletas para lograr su objetivo según las posturas degradantes de la Cancillería colombiana (habrá que averiguar si esa burda propaganda ha sido pagada con los impuestos del pueblo colombiano).
Esos burgueses de la Francia anterior a la revolución, buscaban aprovechar la ira de ese ignaro pueblo, no tienen ningún problema en ver: “correr la sangre como agua… La sangre del pueblo, pues siempre y en todas partes es la sangre del pueblo la que corre” (p. 10), sostiene con una falsa compasión el Andrés Luis Moreau anterior al asesinato de su parcero del alma Felipe de Vilmorín. Para el defensor de lo establecido, la sangre del pueblo es emanada por quienes se alzan contra el arbitrario gobierno, pero si no defiende, ignora al que genera el mar de sangre proveniente de las fuerzas represoras de ese statu quo, dueño de la vida de los seres humanos. Las instituciones abstractas e irreales por encima de la vida humana y su dignidad.
El caso es que, para justificar el gobierno de los Luises, Moreau argumenta: “Pues bien: si prevalecen las nuevas ideas, si se acaba con el gobierno de los señores, ¿qué sucederá? Habremos cambiado la aristocracia por la plutocracia” (p. 10) y pregunta a renglón seguido como un misterioso hado que escudriña el destino y las eras por venir. “¿Vale esto la pena? ¿Crees que, bajo el yugo de los bolsistas, de los negreros y los hombres enriquecidos por el arte de comprar y vender, estará el pueblo mejor que bajo el de la nobleza y el clero? ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez, Felipe, qué es lo que hace al gobierno de los nobles tan intolerable? Pues la ambición. La ambición es la maldición de la humanidad. ¿Y vas a esperar menos ambición de parte de los hombres que se han formado precisamente en la escuela de la ambición?” (p. 10)
Hoy igual que ayer, los filósofos del quietismo y del “ese es el destino”, intentan prevalecer acuñando nuevos estigmas contra aquellos que delatan de manera lúcida las tretas de las élites. Moreau ha descubierto la tragedia que sería caer en manos de los burgueses, en Colombia los burgueses intentan mostrar lo nefasto que sería caer en manos de líderes que caminan de la mano del pueblo. Sumergen al pueblo en la duda de un posible gobierno que derrumbe a la nación. Es mejor la aristocracia que la burguesía, o, para nuestro contexto, es mejor la burguesía que el demonio del Castrochavismo, como si llevar al pueblo a obtener un mejor nivel y calidad de vida tuviese que ver con ese fantasma que dicen, recorre a las Américas. ¿Un plato de comida de más en la mesa, Castrochavismo?
Muchos ciudadanos colombianos prefieren tener un gobierno como el que tenemos, o mejor un desgobierno, y se ajustan a argumentos como este: “Estoy pronto a admitir que el actual gobierno es execrable, injusto, tiránico…todo lo que quieras…pero te suplico que mires de frente al porvenir y veas cómo el gobierno con el que se pretende substituir al actual puede ser infinitamente peor” (p. 10) Estas palabras de Moreau el legitimador de gobiernos “execrables, injustos y tiránicos” se mimetizan en un “¡Ojo con el 2022!” de Álvaro Uribe Vélez y el gobiernista Centro Democrático; un alentar el miedo, el estigma, el prestidigitador que lee las futuras desgracias de la patria, como si el pueblo desgarrado por la soberana y legítima violencia del Estado no fuera suficiente.
Felipe de Vilmorin increpa a Moreau acusándole así: “Pero tú no hablas de los abusos, de los horribles e intolerables abusos del poder gobernante que hoy nos tiraniza” (p. 10) a lo que la increpado contesta sin trazas de culpa: “Donde hay poder, siempre habrá abuso de poder.” (p. 10), y en un arrebato de idealismo Vilmorín responde: “No será así cuando la posesión del poder dependa solo de su justicia y de su equidad” (p. 10), menos idealista y emancipable es la respuesta del amigo: “La posesión del poder es el poder mismo” y en el enganche lanza una envión Vilmorin. “El pueblo si podrá…Cuando del pueblo dependa el poder” (p. 10). Por supuesto que para el defensor de lo legitimo y establecido, el pueblo, o, como mejor acuña Moreau, el populacho no puede detentar ningún poder, o sí…un tipo de poder: “poder que corra a la locura, que incendie y asesine durante algún tiempo” (p. 10) y dictamina que: “un poder no puede ejercerlo al que tú llamas pueblo, porque el gobernar a otros hombres exige cualidades que el populacho no posee, porque en cuanto las posee deja de serlo” (p. 10). Esta idea está arraigada en el poder actual. El poder del pueblo se restringe al voto, pero a un voto manipulado y comprado por quienes escrutan, que son, a la vez, quienes gobiernan, en otras palabras, se burlan del pueblo, porque están seguros de que este organismo no tiene las herramientas intelectuales ni políticas para llevar por los caminos correctos a la nación. Es un pueblo sin comprensión de nada.
Finalmente, y para dejar en el aire la necesidad de acudir a esta maravillosa obra, (es esa la idea), Moreau, proclama que en la lucha del “populacho” como él nombra, despectivamente al pueblo, la nobleza no se quedará de brazos cruzados; y ante el asesinato del pobre Mabey, la considera justa por haber estado robando, una postura que, hoy por hoy, ciudadanos aplauden en cuanto a que esos hombres y mujeres desesperados que roban, vandalizan (por supuesto, una minoría nada más) deben ser abaleados, pues, al no creer en un Estado social de derecho, destruido por los mismos gobernantes, tampoco creen en los derechos fundamentales, más que en lo que ellos como “ciudadanos de bien” creen tener derecho de reclamar.
Hablar siempre en nombre de la ley no es, necesariamente igual a hablar en nombre de la justicia; aludir a la democracia y a las instituciones no es necesariamente sinónimo de defender justicia, equidad e igualdad de los ciudadanos. Por esa razón, justifica hoy más que nunca mantenernos en las calles, en una lucha que no pertenece a ningún político por popular que sea, que no depende de lo que ninguna coalición política meliflua y edulcorada de artificios en favor de volver al país la institucionalidad pretenda representar, pues, al pueblo hambreado y reprimido por esos autoproclamados nobles de la oligarquía colombiana, no se le quita el hambre ni se le devuelven los sueños con las vacías y abstractas instituciones que son parte de un discurso hueco y falaz.
No hay Coalición de la Esperanza cuando lo que siembran es desesperanza, no hay pacto histórico sin el pueblo, por y para el pueblo, no hay Vilmoranes en nuestras calles si estos no comprenden la grandeza de la política como servicio para la ciudadanía, y si ellos van a tener un comportamiento al estilo Moreau, ningún cambio se podrá manifestar en la realidad de la vida de las ciudadanías libres.
Cuando Andrés Luis Moreau vio morir de manera trágica a Felipe de Vilmorin hubo una transformación que en el inicio de este artículo expliqué. La pregunta final de este es: ¿podrá un hombre o mujer luchar por un ideal en el que no cree?, ¿puede una venganza ser razón suficiente para adherir a las ideas del vengado?, ¿puede darse una real transformación de un individuo ubicado en un polo ideológico a otro? Bueno… lean a Scaramouche, vale un potosí de plata degustarlo para reflexionar sobre nuestra realidad y para luchar por cambios que en todo caso no solo se pueden lograr, sino que, es un deber del pueblo intentarlo y hacerlo. Hasta la próxima.
Referencia
Sabatini, R. (1984). Scaramouche. Bogotá: Oveja Negra. Traducción, Maria Luz Morales.