En el curso de la vida, ya la cotidiana del entorno familiar, ya la de las naciones, en los ámbitos íntimos del pórtico casero donde en charlas nocturnas se memoran historias y leyendas heredadas, o en los más universales recogidos en libros que remontando las colinas del tiempo guardan los sucesos de la historia, de todo encontramos: hechos de ignominia y personajes de maldad que causan una turbación que obliga pasar la página; otros de excelsitud y sacrificio que producen un sobresalto que lleva al reverencial silencio.
La historia de Jesús Santrich es de aquellas últimas. En medio del dédalo informativo cada día más perverso, omnipresente y engañoso, donde al bien se le llama mal y al mal bien, donde el criminal es un héroe y el héroe un criminal, nos han sorprendido —¿sorprendido?— con la noticia de que un poeta y músico, además de luchador revolucionario que puso a disposición su vida y declinó toda aspiración personal por la causa de los pobres, ya no es tal, quien creyó tremendo fraude, sino un gran delincuente. Del mismísimo “Cartel de Sinaloa” —sea ello lo que fuere—, operando en el corazón de Bogotá. Millones de dólares en efectivo y toneladas de cocaína concupiscentes y tentadoras, tintineando felices en la registradora de la máquina de sueños de los proyectos productivos con que el gobierno cumple a medias una de las muchas promesas incumplidas del Acuerdo de Paz suscrito con la insurgencia de las Farc-Ep. Todo, bajo la égida del expoeta y exrevolucionario.
Esa la realidad burda y grosera. Y lo es, porque no se cansarán de protestarlo los miles que lo conocen, Seuxis Pausis Hernández, Jesús Santrich, es por encima de todo un místico revolucionario —no en el sentido religioso sino el de la firme convicción—, llevado por el más noble de los idealismos —no en la acepción filosófica sino del altruismo—, que en medio de las desiguales batallas, los fieros bombardeos, los cercos y las hambrunas, fue capaz de construir una rica y múltiple obra artística y decantar un pensamiento histórico político que lo trascenderá. Jesús Santrich es sangre de la más pura estirpe que haya dado el humanismo revolucionario: es tanto de Miguel Hernández como de José Carlos Mariátegui, de César Vallejo como del Che Guevara, del héroe checo Julius Fusik el del “Reportaje al pie del patíbulo” como del poeta turco Nazim Hikmet, una vida entre las mazamorras y el destierro víctima de la tiranía que hasta hoy se enseñorea de su patria.
Todos aquellos, predecesores de “Trichi”. Como si hubieran sido una sola voz y compartido un mismo tiempo y espacio, víctimas del fascismo de ayer y de hoy que es esencialmente el mismo, forma política y militar que asume el capitalismo en su etapa superior, el imperialismo. Ellos escribieron con su obra, su sangre y el sacrificio de su libertad, las más ejemplarizantes páginas del ideario y la praxis comunista: testimonio vivo de fe en esa causa como la que habrá de redimir a los pobres y despreciados del mundo. Santrich es además arquetipo para tanto comunista caído en la trampa de la idolatría de sí mismo, y en la desviación de la militancia como proyecto personal.
Del gran narco que los abismos de sordidez del odioso imperio y sus ruines agencias fraguan con la complicidad de los caporales de la colonia judicial en que presidentes y fiscales convirtieron esta patria de Bolívar, de Nariño y nuestra, nada hay que argumentar. Aplicarse a desvirtuar el cargo sería un honor que no merece el indigno funcionario que cometió la felonía de traicionar la patria, que eso comporta la de la Paz que ella soñó, intuyó y porfía cimentar. Basta ver la sonrisa que el esfuerzo no logra reprimir, con que anunció el encarcelamiento del intelectual, el revolucionario y el poeta. Que no por haber firmado la paz silenció su lira y su paleta dejando de denunciar un estado en cuya heráldica, entre barras y cuarteles ondean de divisa la perfidia y la traición.
Santrich se nos ha despedido. Lo ha hecho solo para su familia de sangre, sus padres, sus hijos, sus hermanos, su Laura. Despedida que tal vez por alguna indiscreción o descuido se hizo pública. Por eso, este texto es un in memoriam, contestación a ese adiós que nos tememos ineluctable; cuestión de pocos días. Pero Seuxis Pausis Hernández, Jesús Santrich muere cantando, reivindicando la gloria del martirio cuando se tiene la certeza de lo justa y grande de la causa. Por eso cosa insólita en el común del género, asombrosa dentro del egoísta individualismo con que el capitalismo troqueló el alma de los mortales que ni siquiera sospechan que lo son, nuestro camarada muere alegre. Orgulloso como los primeros cristianos que marchaban triunfantes al foso de los leones o a la pira donde los esperaba el tormento del fuego. Así, Jesús sólo pide: “Cántame madre Vírgenes del Sol, cántame Las Flores Negras”.