No es fácil penetrar los profundos y cambiantes espacios, al igual que los alcances políticos de la paz firmada por las Farc con el régimen político colombiano controlado por una elite oligárquica violenta y excluyente.
Superar la violencia y acceder a escenarios en los que se tramita de manera pacífica los conflictos de distinto orden implica un gran salto para la sociedad colombiana. La gran paradoja es que el país se pacificó y enseguida el régimen político se fracturó. En vez de grandes acuerdos, lo que dejó el proceso de paz con las Farc fue la competencia entre dos proyectos excluyentes entre sí, como lo señala lucidamente Duncan.
En igual sentido, Londoño afirma con agudeza que la terminación del conflicto armado con las Farc quitó el principal elemento de aglutinación del establecimiento, la lucha contra el enemigo común. Y dividió a las élites entre quienes consideraban mejor un mal arreglo que un buen pleito (santismo) y los que hubiesen preferido continuar la guerra con tal de no hacer concesiones (uribismo). Como se ha señalado muchas veces, la guerra unió y la paz separó.
Sin la presencia del enemigo aglutinador no solamente se fracturó el consenso al interior del establecimiento sino que emergieron nuevas demandas y agendas represadas. Esto es lo que representan respectivamente los candidatos de derecha e izquierda que puntean hoy en día las encuestas. Duque, el establecimiento roto y Petro, las nuevas demandas. Ninguno de ellos cuenta con una mayoría sólida suficiente para ganar la Presidencia por sí solos, pero representan referentes políticos de opciones electorales claramente diferenciadas. Y esas propuestas marcarán el futuro de la política en Colombia.
Más aún, el clima asociado con la terminación del conflicto está determinando mutaciones evidentes en las identidades políticas del ciudadano.
Para Londoño, la política de Colombia ha cambiado en esta campaña y es un cambio que llega para quedarse y quienes logren exitosamente ubicarse en esa política moderna e ideológica serán quienes protagonicen la lucha por el poder en el futuro, los demás podrán sobrevivir pero serán simples zombis políticos. De acuerdo.
El caso de Santrich retrata esa nueva realidad. Desde los primeros pasos de los diálogos entre el gobierno y las Farc fue él quien puso en evidencia esa nueva disputa.
Ya en la implementación de los acuerdos su tono y claridad alcanzaron niveles de mucha contundencia, provocando la ira de los clanes dominantes, pero también el apoyo generalizado de las bases guerrilleras y populares que lo aclamaron en el primer congreso constitutivo de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Su franqueza señalando las irregularidades y trampas en la ejecución de los pactos lo convirtieron en un personaje incómodo adentro y afuera del campo político de la paz.
Todas esas fuerzas se conjuraron para destruirlo. Se coaligaron para callarlo y encadenarlo.
Por fortuna el país ha cambiado y la solidaridad con Santrich ha logrado niveles sin antecedentes.
En gran medida ya ha sido derrotada su extradición porque el montaje policial imperial se ha desenmascarado en toda su perversidad.
La paz requiere de la libertad inmediata de Santrich; si su captura y prisión están llenas de irregularidades y alteraciones sinuosas, lo que procede es el reconocimiento pleno de sus derechos fundamentales como el de la libre locomoción y el de la vida que es sagrado y está en grave peligro.
Siendo la construcción de la paz una disputa y una resistencia, el liderazgo de Santrich debe permitir establecer las rutas de la acción política en el mediano y largo plazo para que la movilización campesina haga efectiva, con tomas de los grandes predios rurales, la reforma agraria democrática; para que el movimiento social, tal como acompaña hoy la ruta histórica de Petro, profundice y consolide la democracia ampliada; para que la acción de las víctimas haga prevalecer sus derechos; y la justicia restaurativa sea una luz que trascienda la impunidad y la corrupción orquestada desde la justicia ordinaria y la Fiscalía.