Cuando Barack Obama fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz en el 2009 el mundo entero le ovacionó y le llevó en hombros, celebrando la victoria de las minorías y haciendo de este un caudillo, un líder del progresismo mundial, dos años más tarde el llamado salvador de la civilización, el hombre de decencia africana supuestamente nacido en Onolulu, Haway, no solo falló con terminar con el conflicto iniciado por su antecesor en Afganistán, sino que en el 2011 atacó a Libia.
A finales del 2016 y sin ir más allá del charco, nuestro propio héroe nacional, Juan Manuel Santos, se levantó con la presea que otorga el país noruego, llenando de orgullo a más de un compatriota. ¿De cuándo acá, entonces, un Nobel de la Paz, habiendo terminado con la guerra de guerrillas más larga del continente, aplaude la intervención bélica de Estados Unidos en Siria?
El pasado viernes desde la clausura del congreso anual de la Asociación Colombiana de Gas Natural (Natugas), en Cartagena, el presidente Santos expresó completo apoyo a su nuevo homólogo Donald Trump. En su intervención condenó el uso de armas químicas por parte de Al-Asad y aplaudió el apagar fuego con más fuego. Las preguntas de todo ser racional es: ¿no acaba este señor de recibir una condecoración por por decirle ‘no a la guerra'? ¿Qué hace entonces apoyando el uso de la fuerza en un conflicto internacional que podría terminar en una guerra nuclear y en el fin de la “civilización” como la conocemos?
Por supuesto no esperamos que el señor Santos regrese su Nobel, de la misma forma que no esperamos que Obama amanezca el día de mañana con remordimiento y no sólo lo devuelva, sino que se excuse por los ochos de continúa guerra que dejó como legado. Lo que sí esperamos es una línea de continuidad con el supuesto camino de paz ya empezado, un poco de respeto y la negación absoluta a todo conflicto internacional, así lo origine el gran hermano (el tío Sam).
No ahí sea que empezamos a pensar, señor presidente, que usted se aprovechó de la buena fe del pueblo colombiano y en nombre de sus muertos y de su sangre lo único que quería era la fotico para el recuerdo y la medalla para exhibirla en su lujosa morada en Los Rosales, colgada de cualquier artesanía indígena colombiana, de esas que le compro a los hijos de Uribe para congraciarse cuando usted apenas era ministro.
De seguir así, dentro de algunos años se podrán contar historias de la maldición del Premio Nobel, de cómo de repente todo aquel que lo recibe cambia de parecer y le da la bienvenida a la guerra, al uso de la fuerza desmedida y la total amnesia del derecho internacional y de los derechos humanos. Se podrá decir sin lugar a especulaciones que ese Nobel huele a m@;€.