El presidente Santos se ha lanzado como los grandes surfistas a intentar cabalgar en la cresta de la ola.
Los escándalos de las Cortes y lo que se ha venido a revelar (como si antes no se conociera) los intenta aprovechar para mejorar su imagen, en este momento algo deteriorada por la falta de credibilidad en los temas diferentes de las conversaciones de paz.
El gobierno hasta ahora se ha caracterizado por la importancia que le da a los temas económicos (negociar muchos TLC o imponer sucesivas reformas tributarias), pero una gran incapacidad o gran desinterés por concretar las reformas que más afectan a la gente y sobre las cuales hay más consenso sobre la necesidad de adelantarlas (reformas a la Salud, a la Educación, a las pensiones, a la Justicia); en cinco años, desde el inicio de su primer mandato, nada se ha avanzado en temas diferentes de lo que tiene que ver con el Estado mismo y no con el bienestar de la población.
Y aunque mucha propaganda se hace sobre las casas gratis, la restitución de tierras, y otros programas para el futuro —los proyectos 4G de infraestructura o Colombia el país más educado para el 2025— ya la ciudadanía ha percibido hasta dónde hay más de demagogia que de resultados en estos temas.
La crisis de la Justicia parece ofrecerle al primer mandatario la oportunidad para reasumir el liderazgo que ha ido perdiendo. Lo malo es que, como hasta este momento no había atendido o estudiado esta problemática, ahora se ha lanzado a improvisar, mezclando aleatoriamente partes de las propuestas anteriores; en su alocución (entre otras, todas sobre promesas futuras que no se sabe si tendrá el respaldo suficiente para cumplirlas) ha tomado elementos que van desde la famosa reforma frustrada que él mismo tuvo que retirar, pasando por la que montó el Dr. Gómez Méndez y no pudo presentar porque el Fiscal exigió su retiro, hasta voltear puntos que antes había defendido a capa y espada, o aceptando iniciativas privadas que antes ni siquiera había escuchado.
En una palabra, todo menos un proyecto coherente e integral que permita vislumbrar un futuro mejor.
Lo único concreto e inmediato es lo que afecta a las selecciones que hace el ejecutivo para presentar candidatos, cambio que consistió en condicionar a un concurso de méritos previo las personas a quienes tiene que candidatizar. Algo tiene de descalificación a la forma en que él mismo lo había hecho antes; algo de invitación a que las Cortes a su turno —y en la medida que sus facultades se lo permitan— expidan reglamentos para hacer sus selecciones; y algo simplemente se debe a que de otra manera nada en el momento habría podido mostrar.
Tanto la eventual Ley Estatutaria que será enviada con mensaje de urgencia, como la segunda vuelta del Equilibrio de Poderes, como la prometida futura Reforma a la Justicia tienen que pasar por el Congreso y están diferidas en el tiempo.
Al fin y al cabo si nunca se había ocupado del tema y hoy lo hace es forzado por la presión del momento; pero no solo alrededor del escándalo, sino también de la necesidad de mejorar la imagen en una coyuntura política bastante crucial. En alguna forma las elecciones de octubre medirán las fuerzas de los partidos que lo acompañan y de los que se le oponen.
Y en ese segundo aspecto también soltó lo que se podría llamar el ‘mermeladazo’: el desaparecer la Ley de Garantías —o por lo menos ajustarla— puede tener bastante lógica; pero esa existe lógica desde bastante antes de que se iniciara este periodo de campaña, y no se entiende por qué no se presentó antes; es más, de acuerdo con los argumentos que usan para justificarla, podría hasta debatirse y aprobarse condicionándola a que su vigencia fuera a partir de los siguientes comicios.
Pero entonces no se ganaría la posibilidad que se adelanten y completen ante la ciudadanía los gastos que tendrían que ser represados. En cambio con esta jugada se irrigaría un dinamismo imprevisto de empleo y de recursos del cual sí se beneficiaría la población, pero sobre todo mejoraría la opinión del votante respecto al gobierno; y sería una adición a la mermelada ya repartida, que compraría aún más la solidaridad de los actuales mandatarios regionales.
En últimas, estas nuevas reformas confirmarían —si aún fuera necesario— que de la Constitución del 91 nos vienen tantos o más males que bienes. Al fin y al cabo ella a su turno fue solo una gran improvisación, sin pensamiento rector ni ensamblaje técnico; solo negociaciones de ‘yo pongo esto y usted pone lo otro’.