El fogonazo lo pegó en las pasadas elecciones regionales de Andalucía al sacar 12 diputados. Ese día nadie se lo podía creer, se convirtió en una verdadera ballesta que, al formar coalición con PP y Ciudadanos (C’s), desalojó a los socialistas que llevaban en el poder 36 años.
Para las elecciones del próximo domingo 28 abril viene como un bólido. Los sondeos le asignan entre 29 y 37 escaños para el Congreso. No es difícil imaginar su auge, si miramos que Alemania vio llegar a AfD al Bundestag, o en Italia M5E hoy cogobierna Italia. Si ponemos en una misma bandeja a Vox con los dos anteriores parece que habría un punto de contacto entre ellos: atacan, no perdonan al sistema político tradicional formado por los partidos políticos de siempre. Eso sucedió en Francia donde Macron sacó beneficios de esa circunstancia y formó su propia facción con la añagaza de aparecer sin ideología política. Otro tanto hizo Nayib Bukele en El Salvador, ni Arena ni FMLN, montó su propio color naranja para acceder a la presidencia de su país. Ni qué decir de Tsipras en Grecia quien se dijo, es ahora o nunca, con rapidez montaron Syriza. El guión se repite en Ucrania con Zelensky, funda el partido Sirviente del pueblo, y convierte a la ficción en realidad; usó el color verde para ganar.
Todos los anteriores aprovechan la oportunidad que está pintada por el desánimo que hay entre los electores, la desgana instalada por tantos años de engaños, la desilusión de ver cómo saquean las arcas del tesoro a su antojo. Hay cansancio ante tanta promesa fallida. Al final es un problema de descrédito y de desacreditar todo tipo de actuación política anterior. Ahí es cuando surge ese salvador que aparece con una locuacidad exuberante que dice suplir las carencias y ofrecer una vida diferente. De ese magma proviene Santiago Abascal.
Pero Abascal es incendiario. ¿Será porque lleva el ADN que Xabier Arzalluz atribuía a los vascos? Es bilbaíno, por tanto industrioso, convencido de su verbo, muy enraizado en sus creencias, escrupuloso en perseguir las tradiciones, puede llegar a ser más papista que el papa. Intransigente con lo que él cree que es su verdad. Imposible para él negociar con su enemigo. Tozudo en buscar su propio camino. Cuando discrepó de Mariano Rajoy fundó Vox, aun siendo el delfín de José María Aznar. Vox proviene de un 60% de votantes hartos del Partido Popular (PP). Abascal sintió que la derecha aznarista no le iba a su horma y no tuvo reparos en afirmar que era una “derechita cobarde”. Tomó sus bártulos y se fue a la ultraderecha. Lo cual no es una infamia, ni una aberración, sino una opción política. Pero que puede ser un arma de doble filo, como ya lo ha enseñado la historia.
Él no hace propuestas lo que le da ventaja sobre los demás partidos porque no se compromete a nada. Pero sí apela a los sentimientos y las identidades nacionales. Fusila el nacionalismo catalán, pero quiere reconstruir un nacionalismo español que parecía muerto y enterrado. Desde Covadonga en Asturias, donde inició su campaña política —lugar emblemático porque dice la leyenda que desde aquí se lanzó la reconquista cristiana contra los moros— azuzó su fusta contra los separatistas, contra los del PP y C’s “son tibios, blanditos, cobardes”, a Podemos, el partido de Pablo Iglesias, lo califica de “comunistas” y al PSOE, el socialismo de Felipe González, lo ve como “el mayor problema de España”. Es apocalíptico en su visión del futuro. Si no lo votan a él, dice, “la supervivencia de España está en riesgo”. Vox está para salvar la unidad de España y para ser el garante de la libertad de las personas. Látigo de abortistas y gays. Distingue entre el papa y Bergoglio. Aún no ha dicho si restablecerá la Inquisición.
Son posiciones que provocan estupefacción pronunciadas hoy, quizás no hace 80 años. Santiago Abascal está muy bien y encaja perfectamente en 1808, cuando a Pepe Botella, el hermano de Napoleón Bonaparte, le dio por tener ínfulas imperiales y se tomó la corona de la península. La realpolitik actual exige otro discurso.