Santa Marta: Más allá del sol, mar y arena

Santa Marta: Más allá del sol, mar y arena

Cinco pisos térmicos y cinco siglos de historia

Santa Marta: Más allá del sol, mar y arena

Fotos: LatinNewsXXI

Se aproxima la hora del atardecer en la bahía de Gaira, cobijo de la playa de El Rodadero. Estamos apenas a 5 kilómetros del centro de Santa Marta. La arena, el agua del mar, calma como una balsa, las palmeras y los escasos edificios de primera línea se van impregnando de un tono ámbar, cada minuto más anaranjado. Una delicia para la retina y para las cámaras fotográficas. A un simple golpe de vista, aparecen al menos cinco bañistas apuntando al crepúsculo con sus celulares en busca de la instantánea perfecta que colgar en Instagram. Un hombre de marcado acento costeño, sentado sobre una toalla y cerveza en mano, molesta a su pareja por la insistencia en el uso del teléfono. Esto forma parte de las estampas turísticas del siglo XXI.

Niños descalzos cercanos a la pubertad juegan fútbol sobre la arena soñando con ser un día como uno de sus ídolos locales, el Pibe Valderrama o el Tigre Falcao. El primero ya tiene su estatua en la ciudad, el segundo no demora. Otros más pequeños juegan con sus padres sobre la misma orilla haciendo pequeños castillos de arena. El resto de samarios y visitantes, que ni por de lejos hacinan el lugar, cosa que se agradece, se mezclan tumbados o paseando junto a las débiles olas en este remanso de paz de uno de los mayores reclamos turísticos de la capital del Magdalena.

Hoteles, apartamentos y casas de playa se ubican en sus respectivos lotes frente al mar rodeados de exuberantes jardines y deliciosas piscinas para seguir haciendo de este destino uno de los favoritos de los colombianos. La gran ventaja de Santa Marta es que la oferta no se limita al típico turismo del sol, la arena y el mar, que también lo es, sino que merced a la generosidad que la naturaleza y la historia han tenido con ella la cosa va mucho más allá.

La primera, la obra de Dios, le permite abrir su abanico de recreo a la diversidad que le brindan los cinco pisos térmicos que comienzan con el calor húmedo y asfixiante del bosque tropical y concluyen en las nieves que cubren como si fueran canas a la montaña que sobrepasa los 5.000 metros sobre el nivel del mar.

No hace falta salir de las inmediaciones del puerto y el paseo marítimo de la Carrera Primera para tener la primera gran pista de su ostentosa naturaleza. Se trata de un emblema de la ciudad, presente en postales y cuadros, el Morro, el islote sagrado para las etnias de la Sierra Nevada de Santa Marta, que no lo es menos para los habitantes de la urbe. Formado por la erosión de las montañas inmersas en el mar, es el testigo eterno de las andanzas samarias, desde tiempos inmemoriales de la América precolombina hasta la llegada de la conquista, la historia que nos conduce a la segunda peculiaridad.

Esta segunda, la obra del hombre, empezó a fraguarse en el mismo momento de su fundación. Ha caído la noche y nos hemos ubicado en uno de las bares-restaurantes del Parque de los Novios. Es la crónica de un romanticismo anunciado. El clima es una delicia, corre una suave brisa, las candelas y la música de fondo, a veces cumbia, a veces new age, vallenato otras, depende del lugar; en todos ellos el jugo o la cerveza en la mesa, también el ron, una agradable charla, la luna de Santa Marta en lo alto y los árboles que nos observan sin hacer el menor ruido. Luisa, que presume de ser “samaria hasta la cacha”, nos explica que hemos elegido correctamente, lo dice por la terraza del sitio en el que compartimos, situado en toda la esquina, y por su ciudad, “la más antigua de Colombia”, para que nos quede bien claro, “Simón Bolívar murió en la Quinta San Pedro Alejandrino para dar vida a Santa Marta”.

No está mal la frase, ni tampoco la invitación, no hay colombiano que se precie que no haya visitado al menos una vez en su vida la hacienda en la que el libertador dijo adiós a este mundo el 17 de diciembre de 1830. Eso, sumado a la antigüedad de la ciudad, no solo en su contexto colombiano, ya que fue una de las primeras en ser fundadas en el continente sudamericano en el siglo XVI, la convirtieron en Distrito Turístico, Cultural e Histórico. Si a ello le agregamos la arquitectura de sus joyas coloniales, el arte de sus claustros y catedral, la magia prehispánica de la Ciudad Perdida y, sobre todo, esa orgía de sensaciones que nos esperan en el Tayrona, concluiremos que estamos sin lugar a dudas ante un viaje que nos brinda mucho más que sol, arena y mar.

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El árbol del Tayrona

 Se trataba de un árbol. Se me disparó la imaginación. Era una de las muchas cosas que la naturaleza brinda al visitante y que ahí mismo se cruzó para poder expresar el rosario de sensaciones vividas en este lugar de ensueño, intersección natural entre el océano caliente y la helada Sierra Nevada. Alto y espigado, mirando al cielo encontré al macondo elevándose hacia las nubes del bosque tropical. Fue el árbol que, según me contaban, debió inspirar el universo literario homónimo que el Premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez generó para deleite del mundo entero.

El gigantesco Parque Tayrona es un bosque encantador y encantado, una tierra de las mil maravillas sagrada para el pueblo indígena que le prestó el nombre y le dotó de un magnetismo que atrae a millones de espíritus bohemios de todo el mundo. Como el de Isabel, una porteña que no se despoja del traje de baño en todo el día, “me hablaron del lugar, pero ni de lejos con lo que me contaron pude imaginar lo maravilloso que es, aquí me siento como en otro mundo, se detiene el tiempo”. Cierto es, el reloj se paró tanto en la fluida conversación que casi olvido por momentos el pescado que esperaba en el almuerzo, que previamente había apartado en la cabaña restaurante de una lugareña. La propia brisa lo aleja a uno continuamente de cualquier tentación temporal.

El reloj debería quedarse a la entrada, escondido en algún ignoto espacio para despojarse de afanes y ataduras y desde un principio dejarse embargar por el hilo musical que propone la vida silvestre, escuchar mientras se camina la extensa sinfonía que comienza con el sonido de las aves, se alterna con unas notas exóticas con el reclamo de los titís, y encuentra el orgasmo musical, el punto álgido de nuestros sentidos, cuando se llega al mar y este interpreta su instrumento a cada paso que se camina por su vera.

Aquí se funden muchos destinos y objetivos. El Tayrona es ante todo un lugar cosmopolita, un punto de encuentro de gentes venidas de todas partes que se funden en un crisol de almas prestas a hermanarse con la creación. Aquí es posible ver compartir hamacas en una cabaña o acampados a los amantes del buceo y los devotos de la montaña. Un lujo que no tiene precio para los fieles del senderismo, es al tiempo una recreación para quienes lo recorren en los caballos, los caminantes que se fotografían con las iguanas y los que lanzan una mirada al pasado en el museo evocando los orígenes de las primeras civilizaciones de esta tierra. Es un remanso de paz absoluta para quienes desean playas completamente alejadas del mundanal ruido, e incluso un espacio para fundirse desnudo con el bosque, la arena y el mar, algo posible en una paradisíaca playa nudista no distante del Cabo San Juan.

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 Especies protegidas

Fernando, al que le gusta le llamen Fer a secas, tiene el privilegio de escuchar esta sinfonía natural a diario merced a su trabajo como guía por los senderos y rutas de esta extensión de 15.000 hectáreas, de las cuales 12.000 son terrestres y 3000 marinas. Con él accedo por la llamada entrada de El Zaíno. Apenas unos cientos de metros más adelante echamos pie a tierra para entrar en el bosque tropical por un sendero donde la espesa vegetación y las rocas nos llevarán hacia la zona del Cañaveral.

Árboles altos y enormes, como el típico higuerón, la ceiba y el mencionado macondo, plantas características como la col de piedra con sus enormes hojas verdes como si fuera una mata decorativa de los peñones y riscos del lugar, los pequeños jobos que caen de lo alto y que son perfectamente comestibles, de color anaranjado, muy parecidos al sabor de las ciruelas. Fer aprovecha para instruirnos sobre un lugar que desde hace casi cincuenta años protege 27 especies de flora y fauna y hasta 56 especies en peligro de extinción. Por allí habitan desde la boa esmeralda al puma, del lobo pollero al tigrillo, y desde las tortugas hasta el cóndor y el águila solitaria. Y es que no podemos olvidar que la Sierra Nevada de Santa Marta, con alturas que superan los 5000 metros, es parte ineludible de un entorno en el que se dan los cinco pisos térmicos existentes, cuenta con 108 especies de mamíferos, más de 70 especies de murciélagos, 300 variedades de aves, 110 especies de corales, 471 de crustáceos y 700 especies de moluscos.

La salvaje belleza del litoral del Tayrona, con playas vírgenes de una fuerza indescriptible, hasta un total de 38, con 9 ensenadas y 8 bahías donde admirar aguas azules y verdes brillantes en los días de sol directo y cielo despejado, le ha hecho acreedor de una fama internacional que se refleja en las estadísticas del turismo de la zona, donde hasta un 90% de las personas que suelen acudir a disfrutar de este lugar son extranjeros. La prensa especializada anglosajona llegó a decir que en el Tayrona estaban a su juicio las segundas mejores playas del mundo, rango que le otorgaban detrás de las mexicanas de Cancún. NatGeo Traveler lo incluyó como uno de los 20 destinos a visitar en el 2012. Independientemente de estos criterios, lo cierto y verdad es que el paisaje de rocas, vegetación, corales, praderas de pastos marinos, madreviejas, manglares y aguas verdes y azuladas que el viajero encuentra a su paso provocan una magia única ante tamaño espectáculo natural.

Poder detenerse en este oasis de espacio y tiempo requiere como mínimo de tres días. Las hamacas son una ecológica y exótica opción de alojamiento, si bien mi guía samario puntualiza sobre el modo de ubicarse en ellas recostado en diagonal para poder coger una posición cómoda que favorezca la conciliación del sueño, con esa eterna sinfonía de fondo como melodía de relajación codo con codo en fusión con la madre naturaleza. También Isabel, con su inconfundible acento de Buenos Aires, y por propia experiencia, había contado algo parecido.

En Cañaveral y Arrecifes están los llamados Ecohabs, alojamiento de lujo en bohíos construidos a imitación de los Kogui. Son estilos de malokas o plantas circulares con estructuras de madera y techos de paja donde meditar, descansar y perder la mirada en el horizonte con el sonido de los rompeolas o los arreboles anaranjados del atardecer.

El cabo de San Juan de Guía, en cuyo mirador convergen los contrastes, el mar, las rocas y la vegetación tropical; la Quebrada Valencia, un río que describe una enorme pared de piedra formando caídas de agua espectaculares de espumas blancas, son el remate del éxtasis para el caminante. En cualquiera de ellos no hay mejor modo de conectarse con la creación que pisar esos senderos donde aparecen por doquier a millones las hormigas arrieras portando diminutos pedazos de hojas verdes con los que acicalar su hogar, un hogar privilegiado situado en una de esas joyas de Colombia que no pueden sino hacernos más conscientes de la necesidad de cuidar nuestro planeta.

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