Cuando los relojes marcaban las 20 horas de un hermoso miércoles primaveral, la calle porteña Colonia era un completo carnaval. Miles de seres humanos vestidos con los colores del equipo mimado de Parque Patricios, con sonrisas en sus rostros, caminaban con rumbo al estadio Tomás Adolfo Ducó. El ambiente de fiesta se sentía en el aire. Y es que no era para menos. La de ayer era, sin lugar a dudas, la noche más importante de la vida del Club Atlético Huracán. La final de la Copa Sudamericana es lo más importante que le ha pasado al equipo argentino a lo largo de sus 107 años de historia.
A las 8:30 de la noche, mi fotógrafa –Eliana Moreno- y yo, estábamos ubicados en el sector destinado para la prensa que, como era de esperarse, estaba colmado de acento de periodistas colombianos y argentinos. La tribuna popular, que lleva el nombre de uno de los más grandes boxeadores que le ha dado el mundo nuestro continente –Ringo Bonavena-, explotaba y los hinchas del globo saltaban, mientras el aliento descendía de las graderías y caía con vehemencia sobre el verde césped de El Palacio.
Al otro lado, y de a poco, un conjunto de hinchas del cuadro cardenal empezaban, con emotividad y desenfreno, a hacer su fiesta en el Ducó. Habrán sido unos 350 muchachos que, sin importar que entre Buenos Aires y Bogotá hay una distancia de casi 7 mil kilómetros, vivieron el partido como si estuvieran en El Campin. Nunca se dejaron achicar. Las casi 25 mil personas que no paraban de ovacionar a los jugadores del equipo argentino, en ningún momento, hicieron que los hinchas bogotanos dejaran de mandar para adelante al equipo cardenal. A las 9 el estadio, literalmente, explotó, debido a que los 22 protagonistas de la película saltaron al gramado.
El partido fue, realmente, un bodrio. A los 17 del primer tiempo, y tras un gran centro de la figura de la cancha –Luis Manuel Seijas-, la cabeza de Daniel Angulo hizo las veces de martillo, logrando que la esférica volara velozmente por el cielo porteño, hasta que se encontró de frente con el travesaño del arco que defendía Marcos Díaz. Un escalofrío recorrió la espalda de los quemeros, quienes atónitos no pudieron hacer algo mejor que agradecerle a su Dios por el empujoncito que, según ellos, les dio en ese momento. Lo que ellos seguramente no sabían es que Dios no existe, y que si existiera le estarían sobrando los agradecimientos de unos pobres amantes del fútbol. Pero, supongo yo, ahora lo saben. Porque en la segunda parte el milagro se lo hizo él a Robinson Zapata. Un misil salió del botín derecho de Mauro Bogado que terminó rozando el vertical derecho del arco cardenal. La falta de propuesta ofensiva de ambos equipos, al final, terminó haciendo que el partido fuera más una fábrica de bostezos que de emociones.
Cuando el juez paraguayo, Antonio Arias, marcó el final del partido, un silencio sepulcral se apoderó de las gargantas de los futbolistas argentinos, mientras que los colombianos se abrazaron calurosamente porque sabían que a más de 2600 metros sobre el nivel del mar las cosas son a otro precio. Los hinchas rojos, que fueron al estadio de Parque Patricios, en ese momento, celebraron como si la copa ya estuviera en una de las vitrinas de Independiente Santa Fe.
Al volver por la misma calle, que hace apenas horas estallaba en júbilo, no pude percibir más que charlas en voz baja, de hinchas de Huracán que saben que el equipo dirigido por Eduardo Domínguez dejó pasar el que, probablemente, es un tren que nunca más vuelva a parar cerca del Tomas A. Ducó. El equipo que está bajo el mando de Gerardo Pelusso, si todo sale como indica la lógica, va a salir campeón en Bogotá. Y los hinchas de Independiente Santa Fe nunca van a olvidar que, un 2 de diciembre del 2015, en un barrio del sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se logró un resultado que es vital de cara a conseguir el anhelado título de la Copa Sudamericana.
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