La Navidad del año de 1946 llegó precedida de misterios. La expectativa había comenzado por ahí en octubre. El tiempo pasaba lentamente, eran días interminables a la espera de ese tan deseado día. El espíritu natalicio apareció con música de villancicos. Los preparativos comenzaban y nuestros corazones se llenaron de pálpitos. Mis primos y yo estábamos entrando en esa etapa que los viejos llamaban el uso de la razón. Lo único que puedo decir es que empezábamos a indagar el significado de una serie de misterios y los estábamos enloqueciendo con preguntas sin respuesta.
En el almacén Mil en la calle sexta, todo estaba arreglado con estampas de un viejo gordo de barba blanca al que llamaban el Papá Noel, otros lo llamaban Santa Claus y arrastraba un trineo lleno de juguetes para ser distribuidos entre todos los niños del mundo.
¿Y cómo hace para repartir tanto regalo en una noche? Le preguntamos al grupo de nuestras madres ocupadas haciendo los preparativos para la cena de Navidad —incluyendo: manjar blanco, hojaldras y buñuelos más una variedad de dulces y tortas—. En vista de que nadie respondía, pues todas ellas y la abuela hablaban sin parar, algunas daban órdenes, otras iban y traían cosas, o susurraban secretos.
Nos miramos como diciendo: ¿y a estas qué les pasa? Entonces repetimos la pregunta; pero esta vez, todos los primos al mismo tiempo, con los ojos abiertos al máximo. Hasta que la abuela nos vio, con un trapo en la mano se acercó y nos sacó de la cocina y afuera nos explicó. La respuesta fue fácil y lógica para nuestras mentes: que el Papá Noel tiene poderes de distribución.
—¿Y qué es distribución?
—Es un misterio…
—¿Y qué es un misterio?
—Vayan y le preguntan a su abuelo, que él lo sabe todo, que nosotras estamos ocupadas.
El abuelo nos explicó que gracias a los poderes asignados por el niño Dios, él era capaz de todo incluyendo la repartición de los regalos de Navidad.
¡Claro, cómo no lo habíamos pensado! Era lógico. Entonces me acordé de la canción que sonaba en el almacén Mil y que me había causado desasosiego cuando la oí…
Mamá ¿en dónde están los juguetes? / Mamá, el niño Dios no me quiere…
Y qué tal si yo estaba entre los que el Niño Dios no quería, pensé, pero no me atreví a preguntar y mientras más pensaba, más dudas entraban a mi cabeza, hasta que me interrumpió la pregunta que soltó una de mis primas, que no había podido entender la explicación del abuelo.
—¿Y cómo hace para llevarlos a todos los países del mundo, en solo una noche?
Todos volteamos a ver al abuelo, mientras se afeitaba con una navaja afilada, frente a un espejo.
—Por eso es que, las horas son distintas en América, Europa, África y en Asia, para darle tiempo al Papá Noel. En esa forma logra que todos reciban su presente, respondió con voz ronca y convincente.
—¿Todos?— pregunté con un suspiro de alivio… Pero si en el almacén Mil dicen que…
Mi pregunta se ahogó entre las voces sonoras y la algarabía de varias de mis primas mientras saltaban y aplaudían.
Este fue el primer misterio, pero venían aún más preguntas que no eran nada fácil de responder, ni siquiera para el abuelo. Entendíamos perfectamente lo de la Virgen María la mamá de Jesús alias el niño Dios. Concluimos que virgen era el nombre de la mamá, que María era el segundo nombre, así como quien dice Clara Eugenia. Eso era lógico y no teníamos dudas ni preguntas.
Sabíamos que había muchos otros nombres como Virgen del Perpetuo Socorro, Virgen de la Trinidad, Virgen del Apocalipsis, Virgen de los Pecadores y así muchas otras. Pero también parecía que significaba estatua, pues habíamos visto muchas estatuas con esos nombres, por lo que dedujimos que la palabra virgen era un gentilicio y que significaba también estatua, hasta que se me ocurrió preguntar si a las imágenes de Santa Claus y la de todos los discípulos de Jesús se los podía llamar vírgenes.
—¡Que no se podía!, —me dijeron los primos más grandes—. ¡Que porque los discípulos y Santa Claus no eran mujeres!— Y me dieron un coscorrón por hacer preguntas estúpidas. —¡Que el nombre de virgen era solo para las mujeres!
—Ah, ahora entiendo— dije con cara de humillado.
—¿Es cierto abuelo?— alguien le preguntó al abuelo.
—¿Es verdad?— preguntó un primito a media lengua.
Él tuvo que suspender la afeitada, pues en ese instante se hizo una cortadita en la mejilla. Detuvo lo que estaba haciendo, se curó la herida y después nos miró a todos, se puso como serio y respondió con una voz rara.
—Es y no es…
Nos miramos todos entre sí, muy confundidos.
—Lo que ocurre es que la Virgen María concibió al niño Jesús… (se volvió a cortar en el mismo sitio)… Es que el niño Jesús nació sin pecado concebido… Luego, vino un silencio, los primos nos miramos confundidos y cuando el abuelo se embadurnó con espuma el otro lado de la cara, afiló la navaja y se preparó para seguir afeitando, empezaron las preguntas…
—¿Y qué es virgen entonces? ¿Qué es concibió? ¿Por qué…? ¿Cuántas vírgenes hay? ¿Y si los discípulos no son vírgenes entonces qué son? ¿Qué es un pecado? ¿Cómo nacen los niños…?
—¡¡Juana!!!— gritó el abuelo desesperado llamando a la abuela para que lo defendiera. La abuela vino y nos mandó a jugar al patio de atrás y ese día no se habló más del segundo misterio.
Antes de la Navidad tuvimos que resolver varios misterios menores, pero estos fueron misterios distintos, como, por ejemplo. ¿Por qué el Papá Noel entraba por la chimenea? ¿Cómo hace si en el pueblo no hay chimeneas? ¿Cómo iba a hacer para traer los regalos? Este problema se solucionó cuando uno de los primos mayores, que entró en ese momento dijo que cuando no había chimenea, era el niño Dios quien traía los regalos y los dejaba al pie de la cama.
Esa noche antes de la Navidad decidimos quedarnos despiertos para pillar al Niño Dios, o al Papá Noel en el acto de la entrega de los regalos. Para lograr nuestro cometido decidimos poner piedras entre las sabanas de la cama para que nos impidieran conciliar el sueño. Entonces esperamos en silencio con los ojos bien abiertos y piedras molestas contra nuestras costillas.
Evidentemente funcionó muy bien, pues a mitad de la noche vimos cuando una luz maravillosa entró al cuarto como de la nada y fue formando un arco iris que iluminó todos los muebles y subió hasta el techo y después bajó como si fuera a estrellarse contra el suelo para luego desparramarse en fragmentos cristalinos como si el cielo nocturno lleno de estrellas se hubiera entrado a nuestra habitación.
Lo último que recuerdo de esa noche fue cuando esas luces bailarinas comenzaron a caer sobre nuestros párpados y nos puso en un trance hipnótico. Cuando nos despertamos en la mañana el día estaba esplendoroso lleno de sol y viento. Al pie de nuestras camas estaban los regalos. Ese misterio se resolvió frente a nuestros ojos. Y ya jamás volvimos a tener dudas.
Para nuestra sorpresa, las piedras que habíamos puesto entre las sábanas se habían convertido en chocolates rellenos de crema. Era la Navidad de 1946, esperándonos afuera para celebrarla con nuestras familias, junto a un árbol tropical de Navidad sin nieve.