Predijo que los árboles llorarían cuando arribara el verano, pintó a una diosa moviendo la cadera al compás del desprecio y sentenció que el rojo era el color del sexo, pero también de la ira. La radio fue su escuela, su única amiga. Sabía que su verdadera oscuridad era el silencio. “Observar es oír lo que se habla a mi alrededor”, manifestó. Cuando era un niño descubrió que sus padres, Abel y Nacha, lo trataban diferente a sus hermanos. Así que le preguntó a su tía Erótida por qué sucedía eso:
—Eres ciego —le dijo ella.
—¿Ciego? —preguntó él.
—Es cuando todo está negro.
—¿Negro?
—Sí, negro… Como cuando sientes miedo.
—Entonces, ¿si Abel y Nacha no me ven es porque me tienen miedo?
Fue la primera vez que Leandro Díaz oyó la palabra “ciego”. Así comprendió su tragedia: sus ojos avergonzaban a sus padres. La desolación y el desconsuelo embistieron a su espíritu, pero rápidamente vislumbró que él era un cardón guajiro que no lo marchitaba el sol. Aunque la ignorancia de los otros jugaba en su contra, encontró en las huellas de la brisa tropical una melodía de reivindicación. Con sus versos melancólicos embrujó a su familia, a sus mujeres y al Valle de Upar, que era su universo.
Leandro es una novela de Alonso Sánchez Baute (el mismo de Al diablo la maldita primavera y Líbranos del bien), cuya prosa tiene aires de biografía, crónica, ensayo y entrevista: “Nunca me han interesado los etiquetamientos, ni sexuales, ni literarios, ni de ningún tipo: las cosas no tienen que ser sólo blanco o negro”, dice el autor vallenato. El relato tiene diversas voces: Ivo, Jaime, Erótida, Carmen, Leandro, Alonso. Es una obra minimalista, tiene más ritmo que figuras retoricas. Su lenguaje es directo, vigoroso, coloquial y a veces poético. Así hablamos en el Valle de Upar.
Sánchez Baute no solo retrata las aventuras del cantor popular, sino también la cultura machista del Caribe colombiano, la miseria que abunda en la provincia y los duelos de acordeoneros legendarios como Chico Bolaño y Juan Muñoz. A través de su obra Sánchez Baute vuelve a la región donde nació: a ese valle ardiente que con la misma intensidad destila poesía, whisky y rabia. Habla sobre un ser humano que convirtió en melodías su sufrimiento, que le respondió al desprecio con picardía. Es una historia nostálgica y la nostalgia es hermosa —expresaría Leandro— como las muchachas en flor.
El escritor también describe a un Leandro que no le gustaba la política, pero que tenía muchas preocupaciones sociales. Así lo demostró el juglar en los versos de Soy. Sufría por el niño que no podía ir al colegio, por el anciano enfermo que no tenía dinero para acceder a los servicios médicos, por el labrador que era explotado: “Él no se interesó por complacer a los poderosos”, expresa Sánchez Baute. Leandro era digno ante las ínfulas de los políticos, no se dejaba deslumbrar por los dueños del poder como el compositor de La casa en el aire:
Yo soy el hombre que ha perdido el miedo
para decirle a los de arriba lo que son
de fiesta en fiesta mantienen al pueblo
para que nunca estalle la revolución.
El poeta Pedro Olivella Solano dice en el libro que Leandro era el Homero del Vallenato. No estoy de acuerdo con este símil. Basta repasar La Ilíada y La odisea para comprender que Homero le cantó a la aristocracia como Rafael Escalona, el propio Olivella Solano reconoce que era así: “Mientras Escalona era el músico de la élite, Leandro nos representaba a nosotros, al pueblo”. Por el contrario, Hesíodo, el otro gran poeta de la antigua Grecia, escribió sobre las penurias de los campesinos. Sánchez Baute demuestra que su protagonista tenía estas mismas preocupaciones, que simbolizó el grito de los oprimidos. Leandro era un Hesíodo que transformó los infortunios en poesía: sí, el dolor del pueblo era su dolor.