Montsegur es una pequeña aldea típica del Languedoc francés que pasaría desapercibida si no fuese por la colina rocosa que domina su paisaje, coronada por las ruinas de lo que fue un modestísimo castillo medieval. Cada año llegan allí algunos pocos turistas, la mayoría de ellos hippies reencauchados por los movimientos esotéricos de La Nueva Era, con la intención de visitar lo que fue el último reducto de Los Cátaros, la herejía cristiana para cuyo exterminio el papa Inocencio III instauró la Santa Inquisición.
Nada hay en las ruinas del castillo de Montsegur que recuerde la masacre perpetrada por el ejército papal en la mañana del 16 de marzo de 1244 cuando fueron quemados vivos más de doscientos cátaros quienes, tras soportar un asedio de más de diez meses, se negaron a abjurar de sus creencias que reivindicaban la bondad, la sencillez, la pobreza y la hermandad. Nada, digo, excepto un par de austeros monolitos tallados en piedra de forma meticulosa y dedicada. Dos simplísimos ejercicios escultóricos sembrados por algún anónimo con la intención de ahuyentar el silencio con que el tiempo suele cubrir algunas de nuestras peores miserias.
Dos voces interiores recuerdo de mi corto paso por Montsegur: la primera me recordaba el histórico carácter asesino de la religión y la segunda me hablaba del indómito espíritu de quienes prefirieron sus ideas a su vida (salvado para los tiempos por el artista anónimo que talló la piedra).
Arte, religión, guerra. Sobre ese trípode construye Pablo Montoya la trama de su novela Tríptico de la infamia. Un apasionante recorrido por las vidas del cartógrafo Jacques Le Moyne, del pintor Francois Dubois y del grabador Théodore de Bry, todos ellos fruto y víctimas de su convulsionada épocay cuyas existencias navegaronsobre las aguas del febril siglo XVI.
Ningún europeo pudo abstraerse del escenario de persecución religiosa que trajo la Contrareforma y ninguno consiguió ignorar el espíritu de conquista que invadió Europa tras el encuentro con América, pero muy pocos se preocuparon por intentar preservar el espíritu de lo que estaba siendo arrasado y por hacerlo perdurable para las generaciones futuras. Los tres personajes del Tríptico de la infamia, un pintor-conquistador que tatúa sobre su piel los motivos indígenas para intentar vestirse con el espíritu de los conquistados, un artista del óleo que sufre el desgarramiento de la persecución en carne propia y decide legárnoslo en su cuadro sobre la masacre de San Bartolomé y un grabador que hace visibles los gritos de denuncia del fraile De las Casas, son exactamente eso: tres espíritus tan conmovedores como discordantes con su época, tres inquietantes ejemplos de creadores que contaron desde su arte una visión de su época (y la salvaron).
Leer la celebrada novela de Montoya fue, en lo personal, volver a pararme, más de diez años después, frente a los monolitos de Montsegur; revivir la repulsión que me genera el fenómeno religioso, recordar que muchísimos de los más miserables capítulos del género humano han sido escritos por personas que llevaban en una mano la espada y en la otra un libro sagrado. Pero significó también constatar de nuevo y no con poca emoción, que el arte emerge como faro aún en medio de la más tenebrosa neblina.
Convengamos en que el arte no cura el hambre del mundo ni sana las enfermedades, pero desde su inutilidad pragmática está ahí para recordarnos ese trozo de noble humanidad que se esconde detrás de nuestra naturaleza perversa.
Algo hermana al anónimo escultor de Montsegur con Le Moyne, con Dubois, con de Bry y con el mismo Pablo Montoya: la virtud de esquivar el fango de sus tiempos para salvar lo poco redimible del ser humano utilizando la noble herramienta del arte.