“Creo que corremos el riesgo de convertirnos
en la sociedad mejor informada
que ha muerto de ignorancia”.
Rubén Blades.
Cuando un joven panameño decidió en Nueva York que quería hacer salsa para la cabeza y no para los pies, consideró –en contra del sello discográfico Fania All-Stars– que más allá de servir para bailar, el género debía ayudar a pensar y a reflexionar sobre el entorno y sus contextos. Sin duda, un auténtico canal interoceánico del pensamiento entre el goce simple y la crítica social, entre la fiesta y la creación, entre la bohemia y el conocimiento, entre la obviedad y la hondura, en suma, entre el sudor y la lágrima. Porque bailar está lejos de hacer sufrir y pensar suele estar unido hasta los tuétanos al sufrimiento. ¡Cuánto diéramos por no comprender lo que entendemos como desamor o miseria, como compasión o deliro, como felicidad o ignorancia! Y comenzó entonces Rubén Blades Bellido de Luna una carrera a contracorriente que deja para la posteridad más ideas y personajes, a través de las letras de sus canciones, que la mayoría de novelistas de Latinoamérica.
Sin siempre asumirlo, hay gente que considera a los fervientes seguidores de la salsa, nostálgicos anacrónicos que viven en una burbuja del pasado. Acompasada su existencia en lánguidos espacios y melodías que no están a la altura de estos tiempos frenéticos y desbordados. Y es probable, si así lo quieren creer, pero hay canciones inmunes al tiempo porque su mensaje es indestructible y certero. Como en el cine, apenas comienza a valorarse la dimensión del escritor, ese que compone para las imágenes o para la música. Guionista o letrista para las escenas y melodías, los ritmos y los mensajes. La cuestión es iniciar aquí y ahora una cacería de esas frases sublimes, las de esas canciones que son filosofía pura adobada en salsa de letras. Poco importa si el culto o el letrado, el soberbio o el ignorante, consideran que la salsa es para las patas y las putas escandaleras; ya que pueden hacerlo anclados en la libertad de expresión y su estrecha libertad de pensamiento.
En algunas canciones de salsa –y de muchos otros géneros, incluso los más inocuos y vacíos– hay frases que son verdaderas píldoras para concebir mejor la vida. Interesa la salsa por la tozudez que la mantiene viva y por la horda de melómanos, bailadores y escuchas que le rinden culto. Es posible que sus letras no desnuden realidades ni verdades absolutas, porque la filosofía es una dama esquiva con la exactitud, pero dejan en el pensamiento –al igual que la literatura– una extraña sensación de precisión que como la muerte hace que nos movamos en la certeza de que ocurrirá y la incertidumbre del cuándo pasará. Esa letra que llega hasta las entrañas, que parece escrita para sí, que devela un mundo interior, es al tiempo templo y profanación. Pueden bailarse las canciones, pero no se sufren como cuando se escuchan. Bueno, salvo el bailador que no encuentra el ritmo de su pareja, pero hay un ejército anónimo que las oye y a través de ellas repasa su vida.
No hay visaje cuando se escuchan las canciones y sus letras, sino cuando se bailan. Porque el visaje en el baile se manifiesta en la barriada, en el gueto, en el pueblo, en los extramuros invisibles de la ciudad, adonde no llegan muchas cosas, incluida la lectura. En Aguablanca en Cali o en la Comuna 13 de Medellín o en Ciudad Bolívar en Bogotá no hay una sola librería, solo algunas bibliotecas y muchos bebederos bailables. Entonces una forma de leer el mundo y la vida es la salsa y sus letras. Y en medio de las barahúndas de licores baratos, cáñamos endemoniados que esparcen sus humos o polvos de todos los colores que se esnifan como inhalaciones instantáneas en busca de la perpetuidad, la salsa es el dictado y sus letras las maestras, las que enseñan, las que identifican y con las que se identifican, las que hacen llorar para sentenciar: esa es la pura realidad mi pana.
La vieja guardia también está allí, su proceso identitario es el mismo, solo que más depurado por el inexorable paso del tiempo y la selección implacable de la memoria. Viejos curtidos por la ‘melocha’. Así le dicen a la melodía que ya no alborota el cuerpo, sino el espíritu, en aquellos lugares donde la música envenena los sentidos con descargas letales y letras inmortales. Escuchan y pontifican, beben y ríen, añoran y lloriquean, ya han llorado mucho. Recitan, como transfigurados y poseídos, letras que parecen dictadas por un sumo sacerdote que les ordena el sacrificio de sentir. Asisten con devoción al santuario para entregar datos sobre las canciones que no le sirven a nadie más que al gomoso: año de publicación, arreglista, coros, instrumentos, etc. Pero hay algo más, en las letras encuentran la profundidad filosófica o literaria de la cultura popular de la que emana.
Sobre esas frases que son como letanías en el atrio del sagrado templo salsero, se cierne una idea de proyecto editorial que como cualquier otra antología siempre será incompleta, por arbitraria, por parcializada en el gusto de quien escoge y porque muchos de ustedes tendrán en la mente y el corazón la frase de una canción de salsa que les resume la vida o un fragmento de la misma; una letra que les revuelca el alma y los intestinos a los salseros plenos y a los anónimos oyentes. Pero, además, porque se sigue escribiendo, porque los géneros se transforman, se mezclan y paren nuevas canciones y nuevas sinfonías para que la vida cadenciosa no deje de fluir. Por lo menos en Cali, la salsa fue pueblo, subió a las élites que la requirieron, incómoda bajó de nuevo a la clase media y su verdadera esencia reposa otra vez en la barriada marginal que la reclama como su diccionario de sentires.
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