Era 25 de agosto de 1949 en Djoliba, Malí, y la familia Keita, de casta negra y descendiente directa del gran Emperador Sundiata Keita, fundador del Imperio de ese país, esperaba a su hijo Salif. Fue un parto inesperado. Aquél hijo tan anhelado nacía con la piel blanca, con pigmentos rosados en su cara, orejas, nariz y boca, el pelo amarillo, las cejas blancas y los ojos hinchados. Salif nacía en una cuna privilegiada pero le había traído la mala suerte a la familia real de su país.
Creció como un niño solitario sometido a la burla de sus compañeros de colegio. Quería ser profesor pero tenía otra dificultad: le fallaba la visión. Su frustración la transformó en gritos que lanzaba al aire con los que ahuyentaba a los pájaros que se instalaban en los cultivos de maíz, cerca a su casa en los campos vecinos del rio Níger. Así aprendió a cantar. Salif descubrió que su sueño era la música para la cual no necesitaba la agudeza de sus ojos.
Su casta de nuevo pesó. El canto estaba reservado para la casta de los griots y no para la suya: la mandinga. El primero en rechazar su vocación fue su padre. A los 18 años no tuvo posibilidad distinta a dejar la familia y buscar su camino. Tomó rumbo hacia Bamako, la capital de Malí. Se enfrentó a los nuevos obstáculos de una ciudad ajena a donde llegaba solo con su voz en mercados, cafés y discotecas.
El momento de la suerte llegó. En 1969 se unió a la Rail Band que dirigía el saxofonista Tidiani Koné donde conoció a la cantante Mory Kanté y al intérprete del balafón, la marimba africana, Kanté Manfila, con quien teje una estrecha amistad, base fundamental para ampliar su trayectoria musical. En 1973 y junto a otros músicos crean la banda Los Embajadores Internacionales. Lograron una mezcla de ritmos autóctonos de Malí y Zaire con sonidos afrocubanos
El peso de la dictadura en Mali apresuró la decisión de buscar nuevos escenarios. El primer paso fue Costa de Marfil y siguió para Estados Unidos hasta llegar a Paris donde su carrera dio el vuelco definitivo. Su voz más sus atuendos típicos encantaron al público y lo bautizaron como la voz de oro de África. Las canciones de Salif Keita adquirieron un significado tan determinante que terminaron celebrando el cumpleaños número 70 de Nelson Mandela en Londres.
Con 15 álbumes de estudio y más de 300 presentaciones en los principales festivales y teatros alrededor del mundo, el albino cargado de maldiciones se había transformado en uno de los músicos más representativos de África. Artistas como Youssou N’Dour, el propio Carlos Santana, Cesaria Évora y Wayne Shorter tocaban las puertas de su estudio en Bakama para participar en sus producciones.
La música de Keita significa vida y libertad, combinación de sonidos autóctonos africanos con géneros como el afropop, el funk y el blues; ritmos con los que ha roto todas las barreras hasta convertirse en embajador de las Naciones Unidas y defensor de quienes son perseguidos por el color de su piel.