Salí a comprar un juguete para un niño que va para 7 años. Se lo había prometido y le ofrecí que escogiera uno que le gustara. Me dijo que quería un Lego. Me imaginé, me ilusioné, que una caja con muchas piezas de varios colores y tamaños sería una buena compra para él. Podría armar lo que quisiera, pensé. Entramos a Pepe Ganga y se fue directo al pasillo donde estaban los productos Lego. Yo, tratando de encontrar las tales multiuso; el niño, directo al grano: centenares de cajas, de precios entre 30 000 y 300 000, para el rango de 6 a 14 años con los títulos de Ninyago, Nexo Knights, Super Heroes, Batman, todos guerreros contra el Mal, para armar con piezas Lego.
Encontré, por fin, cajas con piezas para armar lo que a uno se le antojara. Traté de argumentar con el chino diciéndole que si optaba por, digamos, un Batman, solo podía armar a Batman y nada más, que después el juego no le serviría para nada. Que, en cambio, si se decidía por mi propuesta, podía armar y desarmar lo que le viniera en gana. Nada, él quería algo de una serie llamada El Ataque Vermillón de Ninyago. Sugerí, para que lo pensara mejor, que fuéramos a otro almacén, Imaginarium. ¿Qué tal un telescopio? ¿Un planetario que proyecta estrellas? Nada. Triunfó Ninyago, aunque me batí, con éxito, por la caja de $60 900, la más barata.
No podía hacer críticas generacionales; me acordé de los modelos de aviones para armar Revell. ¿Había alguna diferencia entre armar, digamos, un avión DC-3 en los años 60 o un Ninyago Lego hoy? Mi argumento de construir lo que uno quisiera se venía al suelo. Sin embargo, viendo armar el bicho-máquina elegido, me di cuenta que el grado de dificultad era muy inferior al de los modelos de aviones a escala. Para comenzar, con los Revell se necesitaban tijeras, pinzas, pegante, pincel y pinturas, cauchos para mantener unida la cabina mientra se secaba el pegante, agua para despegar las calcomanías que indicaban que la nave era de la US Navy o de alguna otra fuerza aérea. Tomaba su buen tiempo armar el modelo: era un proceso. En el caso del Ninyago, solo hay que encajar piezas, de modo que no se requieren accesorios. Es, de lejos, más fácil. El resultado final aparece rápido, evitándose el largo proceso de los antiguos modelos Revell.
Entonces, me pregunté: más fácil, más rápido, ¿es mejor, pedagógicamente hablando?
Recordé que a mi oficina fueron a venderme una suscripción a una aplicación con el siguiente anzuelo: si usted desea leer un libro de, digamos, 300 páginas, requiere de 15 horas. La información profesional y personal que necesita absorber en este mundo globalizado y competido es casi infinita; el tiempo, limitado, no le alcanzará. Nosotros le ofrecemos la solución: resúmenes ejecutivos de tres páginas, escritos de tal forma que parecerá que usted los ha leído de principio a fin y que los puede digerir en 15 minutos. La lista incluía textos de administración y economía, superación personal, best-seller gringos chimbos de líderes tipo el gerente de General Electric o Trump enseñando a ser exitoso, con las respectivas fórmulas para el logro.
¿Cómo sería el resumen ejecutivo de la Biblia o de Guerra y paz o de El ruido de las cosas al caer si la oferta los incluyera?
Sí: ahora hay programas veloces de historia. En Youtube se puede, en una serie de cursos relámpago (“crash courses”) aprender, en menos de doce minutos, todo lo que necesita saber sobre Grecia, el imperio romano, el bizantino o la Segunda Guerra Mundial. De una, al grano.
Niños y adultos están sobre estimulados, bombardeados por un alud permanente de información fragmentada de lo que deben consumir, pensar, estudiar, cómo adelgazar, aprender una lengua extranjera en 10 días, encaminarse al éxito con rapidez.
Se educa para competir y llegar al éxito,
sin que se tenga muy claro lo que es.
Sin escalas.
Eso es: la brutal presión hacia esa cosa amorfa que llaman éxito. Se educa para competir y llegar al éxito, sin que se tenga muy claro lo que es. Sin escalas.
No se educa para aprender a vivir la frustración, para saber caer y volverse a levantar, los eventos más frecuentes en la vida de un ser humano. Y, mucho menos, para promover los esfuerzos de largo aliento que se requieren para la inmersión en cualquier disciplina. Qué grato escuchar un músico interpretando una pieza con maestría. No pensamos que detrás hay miles de horas de práctica de escalas, de repeticiones y correcciones en la ejecución musical, de pequeñas y grandes frustraciones que ha tenido que superar.
Ah, y las lagunas de aburrimiento y tedio, que también están en el paisaje de la vida y que nos parecen intolerables. Hay que entretenerse para evitarlas. Las soluciones en la vida cotidiana están a la mano: Twitter y Facebook, para no tener que soportar el aburrimiento, música que no escuchamos con atención porque estamos trabajando o respondiendo un estúpido wasap.
Pero tampoco se educa para sobrellevar el éxito, si por este se entiende el billete o el prestigio. Es ya lugar común el famoso dicho de Pambelé, aquel de es mejor ser rico que pobre. Sin embargo, nadie como nuestro excampeón ilustra mejor la cultura del despilfarro y el enloquecimiento cuando llega el billete.
Lo paradójico es que la misma revolución de las comunicaciones ofrece oportunidades para el aprendizaje profundo en tiempos de la comida rápida, los trinos y las campañas para el éxito veloz. Quien quiera, sin moverse de acá, puede asistir a las mejores universidades y tomar los mejores cursos, sea música, algoritmos o programación en Phyton. Para los niños hay inmensas oportunidades de que aprendan a pensar por su cuenta, en forma crítica, trabajar en equipo, ser solidarios. Se requiere, eso sí, que los padres lo entiendan: que no es posible aprender sin manejar la frustración, sin recorrer complejos procesos. Que nadie aprende guitarra o inglés en dos semanas, sin enormes obstáculos que hay que superar a diario.