La rubia más melómana de la literatura latinoamericana no es precisamente una mujer feliz. Al contrario, todos los días se levanta con la culpa de los que duermen hasta tarde en tierra caliente. Las sábanas pegadas al cuerpo, el mapa de la almohada dibujada en el rostro, los ojos hinchados que apenas pueden ver como dos espadas luminosas los rayos de sol que logran colarse por la cortina herméticamente cerrada.
Es el año 1972, la andanada de esperanza ha retrocedido como una ola después que se choca con la escollera. Lo que queda es la resaca de la fiesta, pelados que deambulan por ahí en las calles, perdidos, todavía persiguiendo la ilusión, el país de cucaña que lograron deslumbrar en la década pasada. Lo que queda es salir bajo el sol calcinante de las dos de la tarde, en el peor verano que recuerde Cali, buscar un parche y caminar juntos hasta la próxima rumba. El rock está ahí, no como una pasión sino como la banda sonora de un entierro. Todos esos muchachos están prematuramente viejos, a los 19 años ya lo has vivido todo, no queda más que retroceder o refugiarse en una turbia torre de marfil donde podrás ver con comodidad como el mundo al que pertenecías se quiebra en mil astillas.
Porque María del Carmen tiene la tristeza del muchacho que la creó. Ella es el pelado tartamudo como la Gioconda es Da Vinci o Madame Bovary Flaubert. No le pidan esperanza ni reflexión, si ella todavía tiene el pelo amarillo y espeso como una cascada de miel es porque todavía no cruza la barrera de los veinte. Disfrútenla, mírenla, dentro de poco los excesos cuartearán su rostro, abrirán boquetes en su cabello, escurrirá sus tetas, su culo siempre firme. La flaca tiene los días contados, como los tenía Andrés.
La señorita Huerta no vive precisamente en una rumba, al contrario está huyendo, sacándole el cuerpo a la muerte que la busca prematuramente. La muerte disfrazada de aburrimiento, el encierro que representa para un joven una ciudad de provincia. Un círculo con las mismas caras y esquinas, la misma música y las mismas películas. Un día cansada de despertarse tarde y para evitar destapar el tarro con las sesenta pastillas de Seconal decidió hablar. A primera vista no sentimos el dolor, si un cierto delirio, una rara incongruencia que tiene que ver con la fiebre que en ese momento está sintiendo la muchacha. Como dirían los Sex Pistols unos cuantos años después, la pelada tiene la desazón de no tener satisfacción ni con drogas, ni con alcohol. Nada la sacia. Pobre María del Carmen Huerta, el asunto no era Richie Ray o Los Graduados, los Stones o los Beatles, el asunto es que estás en un lugar donde solo viven los jóvenes y ella ya no lo será jamás.
El gran reto que tiene Carlos Moreno y su equipo es lograr crear esa atmósfera que hace de Que viva la música un relato tan sofocante, tan insoportablemente claustrofóbico. Es una oportunidad única para mostrar en imágenes la opresión y amargura que caracterizan a los adolescentes caicedianos. Adaptar la novela no será nada fácil, primero porque a pesar de que Andrés Caicedo contrajo desde edad muy temprana la cinesífilis su narración no está cargada de todas las imágenes que uno puede esperar, al contrario es un desahogo sincero y puro que pasa más por las palabras que por la acción misma.
Esa proliferación de la palabra fue lo que hizo completamente inviable por ejemplo que los guiones de Andrés Caicedo tuvieran algún tipo de éxito. Muy a pesar suyo la literatura le ganaba el pulso al cine, no lo complementaba. En el relato de Maria del Carmen sentimos más no vemos una ciudad. En lo que quedó de Angelita y Miguel Angel la inacabada película que codirigió con Mayolo justamente vemos eso, como el guión está escrito para que los actores reciten los maravillosos pero a la vez artificiales diálogos y monólogos de los que estaba plagado el relato. Desengañado un poco de esa incapacidad suya de dejar a un lado la literatura para pensar en imágenes es que decide afrontar su única novela ayudado solamente de las letras y por supuesto de la música.
Es una novela que se escucha, no que se ve, en ese sentido hubiera sido menos complicado hacer de Que viva la música una radionovela que una película.
Igual es muy temprano para sacar conclusiones y seguramente, como sucede en la mayoría de adaptaciones, ningún fanático de la novela quedará conforme. Todos tenemos a nuestra propia María del Carmen en la cabeza y por lo menos la que habita en la mía no se parece a Paulina Dávila.
Confío el que el hábil Carlos Moreno no caiga en la tentación de convertir a Que viva la música en un pasquín donde se vean reflejados los chicos plays de esta generación. No queremos una sofisticación de esa rubia fatal que se la pasaba de rumba y rumba simple y llanamente porque tenía el diablo en el cuerpo. Queremos su infierno, la desesperación de estar confinada en las tres cruces que delimitan como un muro a Santiago de Cali.
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