Dejar que se cometan masacres y culpar al narcotráfico para justificar la fumigación de los cultivos de coca, y no realizar los trámites de extradición o hacerlos mal para que Mancuso no vuelva a Colombia: ambos casos constatan el desgano del gobierno Duque no solo en cumplir los acuerdos con las Farc sino por la paz en Colombia.
La pertinacia del gobierno por la fumigación devela su poca o ninguna intención de llevar el Estado de manera integral a las regiones productoras de coca. Por las circunstancias socioeconómicas que están ligadas a los cultivos, su fumigación alimenta factores históricos de la violencia (victimización de población campesina mediante intoxicación, destrucción de cultivos de pan coger, desplazamiento de pequeños cultivadores y de los mismos cultivos, asesinato de líderes sociales, despojo de tierras, etc.), y exacerba la dinámica misma de esa economía ilegal. Fumigar es el atajo al que recurren los gobernantes de un Estado precario y bajo presión del gobierno estadounidense en proceso electoral. La guerra contra las drogas es una verdadera estrategia de dominación que le ha permitido a la potencia, además de erigirse en policía del mundo, configurar enemigos en cualquier contexto y momento —a la carta— a nivel mundial, particularmente en América Latina. La fumigación es también la mampara que utiliza Estados Unidos para orientar, asesorar y entrenar a las fuerzas Armadas colombianas en otras tareas, contra otros actores, en otros espacios y con otros objetivos..
Aparte de su utilidad estratégica, el discurso de la guerra contra las drogas ofrece ventajas puntuales. La generosa “ayuda” gringa se gira directamente a multinacionales de ese país, especializadas en vender los bienes y servicios que se utilizan en las intervenciones antinarcóticos en el exterior (Dyncorp International, Lockheed-Martin y sus subsidiarias, las dos más beneficiadas en el caso colombiano). Es decir, se fumigan los cultivos para también irrigar las finanzas de empresas gringas, pero no para erradicar la droga. Los resultados del Plan Colombia son bien elocuentes: se le dio duro a las Farc —supuestamente el mayor cartel de drogas del mundo—, pero los cultivos han continuado su expansión, los grupos armados han proliferado y el tráfico —o por lo menos las incautaciones— ha crecido en tiempos de COVID-19.
Con el mismo sentido, no se hacen los trámites para solicitar la extradición de Mancuso o se hacen mal, con el fin de que este no regrese al país. A muchos grandes empresarios no les conviene que el exjefe paramilitar venga a Colombia a contar historias tenebrosas; a algunos expresidentes no les interesa que Mancuso constate ante las instancias judiciales ciertos vínculos; al presidente actual particularmente no le suena la posibilidad de que se conozca más de la historia de la cual su mentor es protagonista. La extradición a Colombia del exparamilitar tampoco es del gusto del gobierno norteamericano, pues hay multinacionales y agencias gubernamentales de ese país bastante untadas de sangre o de droga colombianas. Que Duque sabotee los acuerdos de paz y que deje sin verdad a miles de víctimas no es reprochable por el gobierno gringo. ¿Quién dijo que a Washington le interese que haya paz en el país que por sí solo “justifica” la guerra mundial contra las drogas?