La misma Frida Kalho le abrió la puerta, la invitó a seguir por el pasillo largo de la Casa Azul, la sentó en un sillón, le sirvió un trago de tequila y entreabrió la puerta por donde se veía a Diego Rivera trabajar. Doña Teresa Santamaría de Gonzales había viajado desde Medellín con los mil dólares americanos que la Sociedad de Mejoras Públicas había recolectado para que ella aprovechara los contactos que tenía en México y se trajera para el museo Zea los mejores cuadros que viera.
Ella, que en Colombia había ayudado a crear el teatro Pablo Tobón Uribe, que era la rectora del Colegio Mayor de Antioquia, primera universidad para mujeres del país, que dirigía letras y encajes, pionera de las revistas femeninas en Colombia, estableció una amistad epistolar con Frida y, después de tres años de correspondencia, por fin se conocían.
Era 1943 y el grito sordo de Trosky después de recibir el golpe mortal de Mercader aún resonaba en la casa. Rivera, obsesionado por el zapatismo y la reivindicación indígena, terminaba su tríptico sobre El despertar del indio a la civilización cuando doña Teresa, con paso trémulo, entró al taller. Las paredes atestados de cuadros, el suelo entapetado de bocetos, Rivera hipnotizado por el alegre colorido de un lienzo. Como si de un embrujo se tratara, Doña Teresa vio al indio envuelto en su ayate blanco y rojo, el azadón saliendo de su mano. Era un gesto decidido; por más arropado que pudiera estar el indio se sabía que no tenía miedo, que si se encontraba con una caña o con la cabeza del patrón igual iba a cercenar lo que tuviera enfrente. Teresa preguntó el precio y Frida respondió por el pintor: esas cosas no las negociaba Diego, esas cosas se hacían con Alberto Misrachi, galerista de Rivera.
Al otro día Doña Teresa se encontró a solas con Misrachi. De donde venía era una práctica inusual que una mujer compartiera un café en la mesa de un restaurante con un hombre. Hasta ella, que era una mujer de vanguardia en su ciudad, profesaba la fe laureanista. Sin embargo la política y la religión no interferían su pasión por el arte. Decidida a llegar un acuerdo no le importó invertir los mil dólares que traía desde Colombia en un solo cuadro. Igual la Sociedad de Mejoras Públicas confiaba en su criterio. Había sido ella la que había esculcado en las bodegas, sótanos y áticos de las viejas casas de Medellín en busca de cuadros olvidados, carcomidos por el tiempo, amarillentos por el sol. Uno a uno los fue restaurando hasta que volvieron a cobrar el brillo del pasado. Su curaduría fue tan fina, tan certera, que encabezó la junta directiva del museo de Zea; sin saberlo había nacido el embrión del Museo de Antioquia.
Después de una pugna amistosa el precio quedó estipulado en mil dólares. Por medio de la embajada de Colombia el cuadro llegó a Medellín. La Sociedad de Mejoras Públicas entendió que era mejor tener una sola joya a llenar las paredes del museo con arte de segunda. Durante años Rumbo a la zafra, la última parte de la célebre trilogía, era la primera imagen que se encontraba el visitante que entraba al Museo de Antioquia. Setenta años después el gobierno mexicano sigue ofreciendo cifras astronómicas con tal de recuperarla pero el Museo sabe que no tiene precio y que el cuadro nunca se venderá.
El tiempo, que todo lo borra como el viento, se ha encargado de olvidar a Doña Teresa Santamaría de Gonzales. Lo único que queda de ella es ese cuadro ahora convertido en una de las tantas joyas que adornan las paredes del Museo de Antioquia.