Conocí de la pasión de Rubén Darío Álvarez por las músicas del Caribe a finales de 1996.
Él tenía a su cargo la sección de farándula del diario El Universal, que se rotulaba con el abarcante nombre de Gente. Me cautivó que sus preocupaciones periodísticas estaban más allá del cubrimiento de eventos o la asistencia a ruedas de prensa convocadas por empresarios del entretenimiento.
Hablaba de autores como Álvaro Cepeda Samudio. Propagaba la grandeza y sabiduría de Héctor Rojas Herazo. Relataba su asombro al leer Cien años de soledad y repetía con gozo supremo las letras de Leandro Díaz, Alejo Durán o Andrés Landero, como si fuera un recital poético en el que trataba de explicar los alcances literarios de cada uno de esos juglares.
Hacía referencias a la música y a la literatura como si se tratara de un mismo entramado creativo. Tenía siempre en mente una misión autoasumida: entrevistar a un guacharaquero desconocido (él sabía su nombre) para que le corroborara un dato; visitar a un afinador de pianos para revivir una anécdota que otro le había contado o salir a comprar la última colección de los hermanos Zuleta o una nueva recopilación de éxitos del Joe Arroyo. Vivía en afanes de su más profundo interés, mientras se zafaba con responsabilidad, de la entrega de un texto sobre un carterista capturado, poco antes de la hora de cierre.
Tenía ambiciones muy superiores a las decadentes labores del diarismo. Se permitía trazar grandes reportajes, pensaba en un tema completo, un texto extenso sin importarle dónde o cuándo fuera a salir publicado. Se gozaba el ejercicio periodístico de cara al artista, compartiendo momentos y viviendo sus cercanías.
Lo veía rodeado de los últimos trabajos discográficos de autores locales o extranjeros, libros, artículos de música, quizá intentando explicar el origen y contextos de las figuras en ciernes que le llevaban registros de audio de sus creaciones.
Hacía reportería y trabajaba para satisfacer sus propias curiosidades, para luego presentar en el papel una escena diversa que hizo de Cartagena el referente de la música del país en esos años 80 y 90. Resultado de esas obsesiones personales, Rubén Darío Álvarez publicó su libro La fuga del esplendor que dio cuenta de la grandeza creativa de Cartagena, en aquel entonces, hasta su posterior decadencia en los años siguientes. Hay que mencionar, que lo hizo antes de publicar dos sendos libros de crónicas sobre vibrantes acontecimientos locales y barriales. Noticias de un poco de gente que nadie conoce, y Crónicas de la región más invisible. Los nombres de sus dos primeros libros, marcan una característica en su arte. La opción por seres humanos que el periodismo adonizado desprecia y censura.
Resulta paradójico que en su tercer libro, La fuga del esplendor sus protagonistas sean músicos y cantantes reconocidos, cuyo talento y presencia en medios de comunicación los convirtieron en grandes referentes de nuevas sonoridades locales que se gestaron, crecieron y se desarrollaron en Cartagena. La visión del cronista se torna aguda, además de ocuparse del “esplendor”, llega hasta los caminos de la decadencia. Cierra así Álvarez un período histórico completo en los que la tragedia, el fracaso y la decadencia, retrata con deslumbrante certeza.
La fuga del esplendor es el único y primer gran reportaje de las músicas que se hicieron, compusieron y fueron difundidas desde Cartagena. Un mérito que obedece a una labor de búsqueda constante.
Rubén Darío Álvarez tiene la personalidad de los grandes periodistas: desconfía siempre. En los años que tengo de conocerlo, desde aquel lejano diciembre de 1996, no he alcanzado a descifrar si lo hace porque es parte de su naturaleza o como forma de adentrarse en sus intereses periodísticos. El descree primero. No se anda con rodeos para expresar lo que siente, piensa o busca. Rumia sobre las historias ya contadas, pone a juicio interno los mitos que crean los medios de comunicación y busca otras versiones de aquella realidad que es mostrada como única, irrefutable. Eso es lo que hace ahora en su nuevo libro sobre Chela Ceballos, la acordeonista de Patricia Teherán.
Su premisa inicial es simple, establecer quién fue esta mujer de trato recio, empuje decidido y hablar claro, que hizo de Las musas del vallenato y de manera indirecta a Las diosas del vallenato referentes esenciales del llamado vallenato romántico.
Rubén Darío Álvarez responde a las muchas preguntas sobre la vida y obra de Chela Ceballos
A estas alturas, puede que el lector se arriesgue a predecir las preguntas: ¿Cómo se conformaron Las musas del vallenato? ¿Qué pasó entre Las musas… y Las diosas del vallenato? ¿Cómo una mujer del interior del país se convierte en acordeonista? ¿Cómo logró la conformación de un grupo de mujeres? ¿Cómo adquirió Chela su formación musical? ¿Cómo fue su trato con las figuras del vallenato del momento? ¿Qué tan hábil era en la ejecución del acordeón? Muchas otras, con sus respuestas, están en este libro que hoy presenta el periodista Rubén Darío Álvarez.
A lo largo de este reportaje, el escritor se esfuerza por ir entregando una historia clara, así algún editor pueda pensar que se excede en detalles, para Rubén Darío Álvarez hay una fuerza narrativa en contarlo en su completud, en sus minucias, con sus nombres y protagonistas. Eso pasa al comienzo del libro, en el que se ocupa de los primeros años de Chela Ceballos, su juventud, su paso por el bachillerato, y su actitud de hermana mayor que se enfrenta a golpes con chicos mayores, para así defender a su hermano, que asiste al mismo colegio. Esos detalles, contados de forma lineal, ayudan a conocer un personaje que estuvo siempre en un segundo plano cuando el reconocimiento hacia Las musas del vallenato recayó como un spot de luz, sobre la voz y figura de Patricia Teherán. Si bien, Álvarez se ocupó de Patricia Teherán en su libro La fuga del esplendor, retoma aquellos pasajes para hacer justicia sobre el aporte de esta dupla a la música de acordeón. Aquí Chela Ceballos emana como protagonista, como la que fue moldeando con recia disciplina esa voz femenina, que aún no tiene par en la música de acordeón.
El perfil completo de Chela Ceballos refuerza la historia de la grandeza de Patricia Teherán. El aporte del periodista es descubrir otras verdades para superar el olvido de los años y la simplificación de las historias. Como periodista, Rubén Darío Álvarez lo sabe, su postura es hundirse en las profundidades con su investigación y volver desde el fondo de la vida de una mujer para contarla a todos aquellos que lo esperamos en la orilla.
Chela Ceballos, una mujer de luchas constantes
se abrió paso en un mundo guiado por el machismo.
Despreciada y rechazada. Chela Cebamos, jamás se rindió
Chela Ceballos, tal como la presenta Álvarez en este libro, está marcada por sus luchas. Luchó por ser una gran acordeonista; por ganarse el respeto entre sus colegas hombres; por preparar a una cantante como Patricia Teherán, que fue, en últimas, uno de sus mejores logros. Luchó por construir un estilo singular, distinguido, cuya digitación fuera referente en su momento. Una mujer que fue constante para alcanzar un estilo depurado y singular.
El libro está compuesto por 22 capítulos. A medida que avanza, va cargando nuevos elementos dramáticos para comprender la complejidad de la existencia y las razones de los actos de una persona.
Si bien la capitulación del libro puede resultar un tanto arbitraria, teniendo en cuenta que es muy difícil distinguir cuándo se cierra un tramo de sucesos humanos, y cuándo arranca otro, el libro impone un orden dramático que no es fruto del azar sino de un cálculo de intensidades, sobresaltos y ciclos de la vida de Chela Ceballos.
Del capítulo I al VII, está su nacimiento en Barrancabermeja; la conformación de su familia; las situaciones y anécdotas relacionadas con su recio carácter, el que mostró desde muy niña; su llegada a Cartagena en busca de sus sueños; hasta el momento en que conoce a Patricia Teherán y se empeña en trabajar largas jornadas con ella, para así hacer los ajustes a esa mujer que buscó con esperanza y que fue la voz líder de ese primer grupo femenino que Chela Ceballos soñó.
Luego viene una gran franja desde los capítulos VIII al XVIII. Arranca con las primeras presentaciones de lo que sería La musas del vallenato, las disputas entre representantes, productores, pasando por la separación entre Patricia Teherán y Chela Ceballos, el surgimiento de Las diosas del vallenato, hasta llegar a la preparación del cuarto álbum de Las musas del vallenato, sin la presencia de Patricia Teherán.
En este apartado, el recuento preciso, dato a dato que realiza Rubén Darío Álvarez sobre esa etapa gloriosa de la música del Caribe colombiano es ejemplo de una reportería consagrada y laboriosa. Aflora la pasión por el arte y las ganas de comunicar situaciones y hechos que se fueron llenando de bruma con el tiempo, o que la generalización de las versiones mediáticas, sepultó verdades que el autor se empeña en retomar y reconstruir a su mejor manera.
El recuento de cómo se produjeron cada una de las producciones discográficos de Las musas del vallenato, la selección de las canciones, los arreglos, los compositores, las jornada de grabación, el diseños y fotografías de carátula revela una estructura que el autor reitera en cada capítulo.
Ese encadenamiento es el mejor ejemplo de unidad textual, no se trata entonces de escenas aisladas, sino de razones lógicas que hilan delgado los hitos de un ser humano entregado a sus sueños creativos, a los dramas de la existencia.
Al llegar al capítulo XVIII, y de manera vertiginosa, Rubén Darío Álvarez comienza la caída impecable hacia el final. El testimonio de Ceballos sobre un encuentro con Patricia Teherán, trae inmerso una premonición. El cronista lo deja allí para que el lector se dé cuenta que marchamos hacia la debacle: “Un mediodía, nos encontramos en un restaurante en Ciénaga (Magdalena). El conjunto de Patricia había llegado primero, pero cuando nosotros llegamos al sitio, que empezamos a descender del bus, logré verme cara a cara con ella. Me le acerqué y la saludé con mucha efusión, y ella hizo lo mismo. Ya casi estábamos a punto de sentarnos para conversar y en eso apareció Víctor Sierra (su manager y pareja sentimental), quien me saludó, le dijo algo al oído, la tomó por el brazo y la hizo que se despidiera. No volví a verla”.
Los capítulos XIX al XXII están marcados con los sellos de la tragedia. Cuenta el agónico camino hacia la muerte, en el caso de Chela, y el trágico accidente de Patricia Teherán en el momento más popular de su carrera. Es el final de dos figuras femeninas de la música del Caribe Colombiana, que es en términos narrativos, la parte mejor lograda del libro. La razón puede estar en las palabras del ensayista y escritor Walter Benjamín al mencionar que los recuentos de como una persona muere “Nos remiten a la historia natural”. Es la vida magnificada, que se revalúa, asimila y mitifica de otra manera. Cada instante alcanza una misteriosa entidad que se genera solo por el hecho impredecible de la muerte: “Un grupo de curiosos rescató a Patricia, quien aún respiraba y movía los ojos. La trasladaron al puesto de salud de Santa Catalina, donde el personal médico, por carecer de los insumos necesarios, la remitió al Hospital Universitario de Cartagena, en donde fue recluida de inmediato en el quirófano, pero los esfuerzos de los galenos resultaron infructuosos. Patricia murió sin un rasguño, pero con varias heridas internas que le comprometieron órganos vitales”.
¿Qué hacía Chela Ceballos en ese momento? Parece preguntarse el cronista. La voz entonces de una desconcertada y adolorida mujer, cuyo deseo de volver a grabar al lado de Patricia Teherán, se frustra ante la nefasta e irrecuperable ausencia. Rubén Darío Álvarez hace lo propio: “Eran las 6 de la tarde cuando Chela Ceballos conducía una bicicleta desde el barrio Altos de los Jardines hasta la calle adoquinada del barrio El Carmelo, donde sus padres se habían radicado ese año de manera definitiva. Por donde pasaba se escuchaban las canciones de Patricia, asunto que no le resultó tan extraño, pues reconocía y hasta se alegraba de los triunfos de su antigua compañera de trabajo, pero las cosas cambiaron cuando se detuvo en la terraza de la casa paterna”.
Si bien el pasaje de la muerte de Patricia Teherán ya lo había relatado en su libro La fuga del esplendor, con todos los mitos y versiones que surgieron después sobre un supuesto complot de voces de familiares cercanos a la cantante, el narrador se concentra en el punto de vista en Chela Ceballos para darnos otros puntos de valoración y dejar en balance aquellas versiones que siguen careciendo de pruebas y evidencias.
Como he advertido, por mucho dolor que pueda representar la muerte de un ser, solo hay algo que podría superarla. Es la dolorosa agonía que nos lleva a ella. En el caso de Chela su agonía fue larga, desesperanzadora, paradójica. Es la parte más dramática del libro, aquí Álvarez se apropia de su relato y la dosifica en la medida necesaria.
Habría que agregar, que la dilación es un recurso de maestros. Rubén Darío Álvarez lo utiliza con propiedad sin caer en los excesos. Respeta incluso los pactos realizados con su protagonista para mantener el silencio sobre algunos pasajes, nombres o figuras, revelaciones íntimas que le hizo la artista, así el lector pueda reclamárselo al escritor por no evidenciarlos en su texto. En ese sentido, la manera como nuestro cronista teje cada uno de los capítulos lo pone en el sitial del narrador equilibrado, aquel que sin excesos ni alardes ni pretensiones logra entregar la vida de un ser humano con las palabras necesarias.
El perfil completo de Chela Ceballos refuerza la historia de la grandeza de Patricia Teherán