“El lugar de una mujer es en la resistencia”, reza en variados colores un cartel cuya foto ella ha puesto como perfil de su página personal en la red social de Facebook.
Ha pasado por las verdes y las maduras, ha luchado su vida como trabajadora social en Estados Unidos desde hace muchos años. No sé mucho de ella sino unas cuantas pinceladas que ella cuenta con el detallismo de su hermano, su querido Andrés, hoy legendario, un paria cuando estuvo vivo.
Hoy sabe de primera mano lo que es vivir como inmigrante en la era Trump, y ayuda a estas personas. Vio morir en un hospital a un homosexual con sida que no recibió el perdón de su madre, a quien Rosario, por pedido de él, había llamado a decirle que su hijo quería despedirse de ella. Nos cuenta, a quienes la leemos en Facebook, que ese día descubrió todo lo que podía significar el odio.
Ella misma asumió su sexualidad lésbica en una edad madura, ella que es madre, y que se había casado años antes. Pasó también por la prueba de un cáncer de seno que le enseñó tanto como puede enseñar una experiencia fatal como esa a una persona que incluso parece que pudiera aprender más que cualquiera en el mismo trance.
Es una guerrera, una mujer admirable que siempre tiene una sonrisa pero no baja la guardia ante lo que considera infame o, simplemente, incorrecto. Hoy en día la sonrisa es la ideología que podría hacernos comunicar, por más de que pensemos que el otro ha caído en lo más ignominioso.
Somos nosotros los representantes de la ignominia, también, para muchos otros. Cuenta entonces entender que no basta la sonrisa, que hay que preguntarnos, como se lo hacía Cortázar con respecto a la violencia, con qué sentido la esgrimimos.
Andrés y Rosario, a la edad de 14 y 15 años. Foto:
elementalteatro.com
Rosario Caicedo es conocida por ser, como ya he dicho, como es sabido, la hermana del escritor Andrés Caicedo Estela, y por defender a capa y espada el pensamiento de este poeta de la contracultura, hoy institucionalizado y desde hace mucho frivolizado en tópicos que, al fin, hacen parte fundamental de su obra, pero no la agotan, aunque sí ofuscan su entendimiento: las drogas, el suicidio, sobre todo, también los fervores rockero y salsómano, y últimamente las sexualidades renegadas.
En 2017 Rosario vino a Colombia desde febrero para conmemorar los cuarenta años de la muerte de su hermano amado, a quien ella defiende porque sabe que es su responsabilidad frente a una obra que considera grande y valiosa, no solo, o de ningún modo porque sea nada más la de su hermano.
Estuvo recorriendo Colombia desde su entraña, desde Riosucio, Caldas, hasta el Teatro Matacandelas, la casa adoptiva de Caicedo, en Medellín, durante un mes, sin parar un solo día, dialogando con todo tipo de públicos, como una trotamundo, sin dejar de sonreír, sin dejar de prestarse para las fotos que jóvenes y adultos nos queríamos tomar con ella, sin perder la lucidez y la discreción frente a temas que a veces eran álgidos.
Yo me quito el sombrero frente a esta verdadera Rolling Stone, una mujer que anda por los 65 años y es capaz de semejante entrega y por su amor, solo por su amor, de semejante cordura, de acometer, en fin, tan bien semejante empresa.
Rosario está por conocer, tal vez, en lo literario, como en su momento fue un desconocido su hermano y hoy más de uno. Pero eso, créanme, lo considero más bien un privilegio personal: quienes conocemos y hablamos con esta mujer sabemos que la vida está más allá de las instituciones, por generosas o importantes que estas puedan ser. Es decir, por Rosario yo valoro cosas de la vida que ella comparte, que nos trascienden pero gracias a su humilde genio, nos integran.
