Digna, rebelde y tenaz. Rosa Elena Toconás, compositora del himno nasa y primera maestra bilingüe, defendió la vida con alegría hasta la muerte. Encarnó la magia de los ancestros, la fuerza de los pueblos milenarios y la sabiduría de los mayores; pero también, el dolor sufrido por los pueblos del norte del Cauca como consecuencia de la guerra. Rosa, se encontró de frente al miedo muchas veces. Lo combatió con tres armas: la música, la palabra y el amor por el trabajo comunitario. Sin embargo, no fue el miedo quien le arrebató la vida, fue la violencia. Perdió la vida a los 19 años, junto a seis comuneros en la masacre de Jambaló perpetrada por las Farc en 1985.
Ese domingo de agosto, Jambaló estaba duro, estático, triste, enrarecido. Ocho días antes, Rosa Elena había soñado que se bañaba en el río Guanacas y que acompañaba una recuperación de tierras en López Adentro; había terneros y mucha carne en la celebración. Ella escuchó al sueño y le dijo a su hermana que la muerte se avecinaba. Sentía que iba a morir. A pesar de haber soñado con carne, ese domingo Rosa Elena salió con Fidelina, su madre, de la vereda Loma Larga en la zona alta hacia el casco urbano. Fueron a misa y mientras ella pagaba una semilla de arveja para arrancar la siembra, su madre buscó sal, panela y aguardiente. Rosita le había pedido comprar aguardiente para hacer un ritual de vida, quería que parara el sangrado que tenía como consecuencia de los nervios por un atentado que le habían hecho días atrás en Las Delicias. Rosa quería un ritual de vida para salvar al bebé que llevaba en el vientre.
En el estanco le cerraron la puerta en la cara a Fidelina. Le vendieron con miedo pues el rumor de la presencia de muchos hombres armados y de un niño asesinado en la zona baja del municipio, había llegado a romper la quietud de Jambaló. Rosa llegó corriendo y a pesar de la insistencia de la madre para que se quedaran, decidieron regresar a casa. Le dijo que, si la gente que lucha, decía que luchaba por el pueblo, ellas no tenían nada que temer, pues no habían hecho nada. Veinte minutos después, caminaban encañonadas por los armados hacia la casa. A la salida del pueblo, un hombre las había parado y le dijo a Rosa Elena que debía acompañarlo. A la madre le dio la opción de irse, pero ella insistió en quedarse. Había salido con su hija y con su hija regresaría.
Caminaron bastante. Cerca de Mariposas, al llegar a una curva le dijeron: -Rosa Helena, descanse. Ella descargó la rueda de panela que llevaba a la espalda y la sal para el ganado. Se sentó a picar pasto mientras pasaba gente trotando con fusil en mano. Al reanudar el camino dijo en lengua que ya no quería ir a casa. Tenía miedo. Paró y con firmeza les dijo: -Señores, hasta aquí los acompaño. Entre tanto, la madre tomó un desecho para llegar a la casa de una hermana; asumió que Rosa la seguiría, pero los nervios no le permitieron mirar atrás. Cuando reaccionó, Rosa trataba de alcanzarla.
-Rosa Elena, espérate un momento. A vos te necesitamos para que vengás con nosotros, dijo uno de los hombres. -Señores, ya les dije que hasta aquí les acompaño. Si me necesitan, aquí me tienen. La respuesta: múltiples disparos, la mayoría en el vientre, en la fibra del parir, en la casa, en el saber y en el sentir de la mujer nasa. Fueron disparos no solo contra Rosa Elena, sino contra las decenas de mujeres que caminaban la palabra en el proceso por la unidad, la tierra, la cultura y la autonomía de los pueblos indígenas del norte del Cauca.
Con la fuerza de la vida, Rosa se incorporó y logró caminar hasta la casa. La gente empezó a llegar para acompañarla con cantos hasta la muerte. Los violentos quisieron apagar una voz y encendieron cientos. Quisieron cortar el árbol, pero quedaron las raíces.
Siendo la menor de cuatro hijos, Rosa Elena dedicó su vida a la educación y a la agricultura. Heredó de sus padres, Emiliano Toconás y Fidelina Dizu, el compromiso y la fuerza. En su sangre rebelde nasa corrían la resistencia de la Cacica Gaitana y los pensamientos de Manuel Quintín Lame, el indio que educó en la selva y defendió la idea de construir desde el sentir, el pensar y el caminar de los ancestros.
Recorrió las imponentes montañas del Cauca junto al padre Álvaro Ulcué, primer sacerdote católico indígena, llevando el mensaje de autonomía, unidad y defensa del territorio. Estaban convencidos de que solo un proyecto colectivo y una educación propia les permitirían liberarse de las lecturas “blancas” de la vida, de las políticas externas de dominación y que desconocían la identidad de los pueblos. Rosa se formó con el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y se convirtió en la primera profesora bilingüe de Jambaló.
El trabajo con las comunidades indígenas, campesinas y afro, convirtieron al sacerdote y a la maestra en una piedra en el zapato para los terratenientes, pues una de las consignas era la lucha por la tierra y la identidad. Álvaro creía que la palabra sin acción era vacía, por lo que acompañó icónicas recuperaciones de tierra. En la de López Adentro (1984), en la que perdieron la vida cinco comuneros y resultaron heridos al menos 18, apoyó el traslado de los heridos y ofició misa en la recién tierra recuperada.
Ese año, luego de recibir múltiples amenazas, el padre Ulcué es asesinado en Santander de Quilichao por unos sicarios en moto. Rosa Elena, quien también había recibido pasquines y panfletos de amenaza, pone la alegría por encima de la rabia y decide despedirlo con canto y danza. En el sepelio los asistentes entonan la canción favorita del sacerdote “Yo que soy americano, no importa de qo que mi continente viva algún día feliz (...) Si hay que callar no callemos, pongámonos a cantar. Y si hay que pelear, peleemos, si es el modo de triunfar”. Rosa, en medio del dolor, siembra la idea de recoger en una canción el legado del padre y los mártires caucanos.
En el caso del padre y la maestra, la acción siempre estuvo atada a la palabra, trabajaron con las comunidades y como parte del todo colectivo, contribuyeron al proyecto común. Álvaro fue clave en la consolidación del Plan de Vida Proyecto Nasa, y Rosa, en lograr sentar las bases para la construcción de un currículo propio, así como en ofrendar fuerza, resistencia e identidad a través de la música, del himno nasa.
Cuando Rosa y su hermana María Eugenia le contaron al sacerdote que su familia y ellas estaban siendo amenazadas, él les dijo que no tuvieran miedo de la muerte si estaban haciendo algo justo, porque cuando se hacen bien las cosas, no hay muerte. Tenía razón. Álvaro fue asesinado, pero no murió. Su legado se ha mantenido intacto, está en las obras y en el buen sentir de la gente; solo que como dice María Eugenia, ya no le caen balas ni brujería, está más allá de lo terrenal.
Luego del sepelio del padre Ulcué, Rosa Elena empieza a componer el himno nasa junto a otros comuneros, maestros y niños. Sus pasiones eran la educación y la música, por lo que las combina para tejer cada línea de canción. Recorre distintas veredas, escuelas y comunidades para revisar la letra. El himno rescata a La Gaitana, a Quintín, a Álvaro Ulcué, a Benjamín Dindicué y a todos los mártires con sangre páez que han resistido al poder invasor de la conquista hasta hoy.
Para ella, la danza del viento, el trinar de las aves y la melodía del río se condensaron en la flauta y el tambor. Con estos dos instrumentos y la melodía de Yo que soy Americano, la canción favorita de Álvaro Ulcué, nace el himno nasa y su esposo, lo musicaliza. La primera vez que se entona es en el sepelio de Rosa, las personas presentes se unen al canto con fuerza, dignidad y rabia; ese martes, el himno se inmortaliza. Ella quería que fuera para las escuelas marginadas que blanqueaban y enjaulaban el pensamiento, pero resultó trascendiendo, el pueblo nasa se recogió en el mismo y hoy se entona desde el orgullo y la resistencia indígena.
Rosa, ‘La Chisparosa’, como le decía su madre por la alegría que contagiaba, creía que la música despertaba lo que es uno, que la música permitía ser a través de la melodía, la letra y el movimiento. De sus innumerables escritos, solo sobrevivió el himno nasa. A pesar de que su hermana y esposo los custodiaron un tiempo, por la persecución, tuvieron que quemarlos y enterrarlos.
Desde la malicia indígena que para María Eugenia no es otra cosa distinta a estar a través de los sentires y de lo que está dentro del corazón, tomaron la decisión de destruirlos para sobrevivir. Los libros del miedo, como los llamaron, fueron quemados. Y el libro rojo, el más preciado para Rosa, fue enterrado. Fidelina le sembró matas de arracacha encima, después de todo la palabra era y sigue siendo semilla.